ESPECIALES
› “INFIDELIDAD”, DE ADRIAN LYNE, CON DIANE LANE-RICHARD GERE
Qué linda que es la familia unida
› Por Martín Pérez
No hay excusas para Connie. Tiene un hogar hermoso, un esposo dedicado, un hijo adorable. Tiene la mejor de las vidas, en un lujoso suburbio de Nueva York, y –lo que es mejor aún– es una buena madre. Pero un buen día un extraño viento la llevará a la ciudad y la arrojará, literalmente, en brazos de otro hombre. Y no cualquier hombre, sino un jovencito francés dedicado a la compraventa de libros, que parece sacado de un catálogo de modelos para infidelidades femeninas. Y Connie, pese a resistirse levemente a la oferta, terminará sucumbiendo a sus encantos. Y, antes que nada, a sus más tentadoras y peligrosas fantasías.
Adrian Lyne parece tenerlo bien claro: el adulterio no paga. Considerado por la crítica estadounidense –con mucha ironía– como uno de los últimos moralistas del cine, Lyne ha dedicado buena parte de su cine a demostrar semejante teoría en películas que hicieron historia pulp como Atracción fatal y Propuesta indecente. Frente a una nueva lección de moral como Infidelidad, sin embargo, Lyne trata mucho mejor a Diane Lane que como lo trató a Michael Douglas en la memorable –por las razones equivocadas, claro está– Atracción fatal. Una de las bellezas más auténticas y menos recompensadas del Hollywood de los ochenta, Lane supo ser la musa de Francis Ford Coppola en La ley de la calle y Marginados, y de Walter Hill en Calles de fuego. Lo tuvo todo y se quedó sin nada, y en Infidelidad interpreta a Connie, una mujer que no tiene excusas para ser infiel. Salvo ser Diane Lane, que es la única excusa para ver algo como Infidelidad.
Escrupulosamente dividido en tres partes, el film de Lyne –basado en la película Una mujer infiel (1969), de Claude Chabrol, a su vez una versión libre de Madame Bovary– adhiere a un sagaz naturalismo para la primera de ellas, en la que se presenta a los personajes. Allí es donde Lane se topará con su tentación, y sucumbirá a ella con mucha culpa. Incluso con un histeriquismo que bien serviría de prueba para aquellos oscurantistas que tiempo atrás sugerían que la mujer lleva el demonio en el cuerpo. Semejante viento de pecado, libertad y culpa que aparece de la nada para Connie es tan meticulosamente retratado por Lyne que sólo cabe esperar su merecido castigo. Porque se sabe que su autor no la defenderá ante la trampa hacia la que la guió. Y eso llegará con la segunda parte, en la que la culpa de Connie dejará paso a la aventura y al imperdonable descuido de sus deberes de madre, mientras que su marido –interpretado por un Richard Gere fuera de su elemento– comenzará a sospechar lo que sucede. Y, sin darse cuenta, abrirá la puerta hacia una efectista tercera parte.
Construida con un detallismo y un encadenamiento perversamente lindante con lo obvio, la historia de la infidelidad de Connie termina siendo un cruel cuento moral, una extraña lectura de la máxima el que la hace la paga. Pero para que la lección sea bien aprendida, el que primero deberá sufrir es Olivier Martínez, cuyo tentador personaje –hay que reconocerlo– merece lo peor. Dentro de un film que terminará demostrando que un buen adulterio (y un crimen) es lo mejor para mantener a una familia unida. Aunque más no sea por un religioso miedo a las consecuencias de sus actos.