ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
Ni siquiera los firmantes de la Declaración Universal de Derechos Humanos podían imaginar en diciembre de 1948 hasta qué punto esos treinta principios, a pesar de las violaciones a menudo graves que varios de ellos padecen, serían la base de legitimación de los sistemas y las instituciones del tercer milenio. Tampoco era previsible hace apenas 62 años, el modo en que los estados nacionales incorporarían a su legislación y jurisprudencia “esos derechos y libertades”, tal como los interpretan los órganos supranacionales creados desde entonces.
Entre ellos, el principio 19 amplía la agenda tradicional respecto de los derechos a la libertad de expresión, a la información y a la comunicación. Esta agenda incluye desde la crítica a las penas contra la expresión, hasta el acceso a la información pública y/o de interés público, la protección física y material de periodistas y otras personas que asumen la voz pública, entre ellos los defensores de derechos humanos, a la necesidad del pluralismo y la protección de la diversidad. Todos esos temas forman parte de la labor de la organización que presido, el Centro de Estudios Legales y Sociales, que por mi intermedio agradece el honor de haber sido invitado a pronunciar el discurso de apertura de este Congreso.
Proteger la libertad de expresión surgió como imperativo en el siglo XVIII occidental, pero sus motivos han evolucionado y con ellos el rol que se espera de los estados nacionales, que ya no satisfacen sus obligaciones con sólo abstenerse de interferir, sino que están obligados a actuar como reaseguro de la universalidad del ejercicio de esos derechos, contra la obstrucción de otros actores a menudo más poderosos que los propios estados.
Desde la Ilustración de los siglos XVII y XVIII, el derecho a la libertad de expresión es el que todas las personas tienen de hablar en público para hacer conocer a los demás lo que saben o lo que piensan. Su importancia creció en el siglo XIX con la divulgación masiva de la imprenta. Desde esta nueva perspectiva histórica se consideraba que tanto la libertad de expresión como la de prensa se encontraban garantizadas si se prohibía la previa censura de lo que se publicaría.
Cuando John Milton escribe su Areopagítica, el problema de quienes querían difundir sus ideas en la Inglaterra del siglo XVII era la censura previa, ya fuera de la Iglesia o del Rey, frente a la cual la amenaza de sanciones a posteriori no se divisaba como una amenaza. Los mismos principios, con algunos matices, fueron recogidos en las declaraciones de derechos de la Asamblea Francesa, la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y la Constitución Argentina de 1853/60.
En la misma década de nuestra Constitución, John Stuart Mill sostuvo en su obra clásica “Sobre la Libertad” que toda censura conspira contra el conocimiento de la verdad, proceso contradictorio al que contribuyen también las opiniones erróneas. Es decir que hay un valor social deseable que se obtiene mediante el ejercicio del derecho individual de cada uno. Es difícil que hoy se sostenga la idea de Mill de una verdad única, que entre todos debe ser descubierta, como la voluntad general en la que creía Rousseau. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, la idea de Mill estuvo presente cuando el concepto de libertad de información sustituyó al de libertad de prensa, dada la aparición de nuevos medios de comunicación. Fallos históricos de distintos tribunales nacionales e internacionales fundaron el resguardo de la libertad de expresión en la necesidad de garantizar el más vivo debate entre ideas opuestas, con el fin de ilustrar sobre cada tema a la sociedad, que es la que debe decidir. El derecho de cada uno a expresarse confluye en el derecho de los pueblos a ser informados, imprescindible para el autogobierno. Desde los pobladores de un asentamiento precario que luchan por un techo propio o los trabajadores de un hospital desmantelado en función de políticas de ajuste, hasta los travestis que no soportan la extorsión policial, los vecinos que reclaman por la falta de semáforos o los obreros de una fábrica cerrada, saben que la presencia de una libreta de apuntes, un grabador o una cámara apuntala sus demandas. La consideración de la que puedan gozar en determinado tiempo y lugar medios y periodistas deposita en ellos lo que en realidad constituye una valoración de la sociedad respecto de su propio proceso de aprendizaje de la democracia y la libertad. Los problemas recomienzan en otro punto cuando las cámaras y los grabadores no se encienden, porque las empresas de medios que los concentran realizan sus beneficios en otros mercados que no son los de la información y la verdad. Con alarmante frecuencia, su negocio no es comunicar sino silenciar determinados hechos que no coinciden con los intereses de los grandes conglomerados que poseen esos medios o interpretarlos en función de ellos. En varios países de nuestra región, decisivos medios tradicionales han declarado la guerra a gobiernos populares cuyas políticas transformadoras afectan intereses de los que esos medios participan o con los que están asociados. Hace ya trece años en mi libro Un mundo sin Periodistas me pregunté cuánta fuerza social “deberá oponerse para impedir que bajen la palanca e incomuniquen al país, lo priven de los ojos, los oídos y la palabra, suplanten por su propia única voz la polifonía de las demás voces”. Esto aludía tanto a los medios tradicionales que durante la dictadura, “asociados al Estado en la primera fábrica productora de papel prensa ocultaron la masacre en sus páginas informativas, la justificaron en sus editoriales y durante años reclamaron indulgencia para sus responsables” como a los nuevos holdings “que manejan recursos milmillonarios de origen oscuro y en los que asumen posiciones sugestivas dos ex ministros que han dejado el gabinete nacional en medio de grandes escándalos de corrupción”. Si la gran prensa no ha sido mejor que las clases dominantes, tampoco es posible confiar en estos nuevos grupos surgidos de los partidos políticos que condujeron la penosa transición del hambre a las ganas de comer en el ajuste neoliberal.
Tras siglos de luchas, la censura quedó de-sacreditada en los países que gozan del estado de derecho. Pero de inmediato comenzó la batalla contra la intimidación por medio de las amenazas de castigo posterior. En 1991, luego de haber sido condenado por desacato a un ministro de la Corte Suprema de Justicia recurrí al sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Bajo esa presión, el Estado argentino aceptó el procedimiento de la solución amistosa que contempla el reglamento de la Comisión Interamericana y se comprometió a eliminar del Código Penal el resabio medieval de esa figura represiva, cosa que ocurrió por unanimidad del Congreso en 1993. Pero de inmediato, funcionarios y dirigentes políticos comenzaron a querellar a periodistas por calumnias e injurias. La Asociación Periodistas, de la que fui fundador y que hoy no existe, y el CELS llevamos varios casos a la CIDH, a raíz de lo cual el gobierno se comprometió en 1999 a despenalizar esos delitos si se cometían contra funcionarios o en casos de interés público. Pero esta vez el Congreso incumplió el acuerdo, mientras se seguían acumulando condenas. Una de ellas recayó en el periodista Eduardo Kimel, condenado por calumniar a un juez en un caso absurdo. Kimel publicó una investigación sobre el asesinato de cinco sacerdotes y seminaristas, en el que criticó la inacción judicial. El juez lo querelló y Kimel fue el único condenado como consecuencia de esa masacre horrible que hasta hoy sigue impune. En este caso el procedimiento siguió hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2008 dispuso que la Argentina debía modificar su Código Penal respecto de los delitos de calumnias e injurias en casos de interés público. El CELS patrocinó a Kimel y luego del fallo preparó el proyecto de ley, que la presidente CFK hizo propio y el Congreso sancionó en 2009.
Además de la prohibición de la censura y la protección contra el castigo legal posterior, debe garantizarse la seguridad física de los periodistas o trabajadores de los medios, muchas y tantas veces perseguidos. Quienes trabajan en medios comunitarios y alejados de los centros urbanos donde es más fácil reunir solidaridades y apoyo, cuando informan u opinan sobre políticos y autoridades locales tienen en contra todo el peso del Estado y ninguna garantía del derecho.
Un cuarto aspecto es el doble carácter del derecho a la comunicación. La información y el conocimiento fueron definidos en 1969 por Jean D’Arcy como bienes públicos, no enajenables, patrimonio de la humanidad, a los que debe accederse en condiciones de igualdad y de modo equitativo. Junto a la libertad de difundir emerge la libertad de recibir la información, vertiente pasiva que recogen las Declaraciones de Derechos, Convenciones Internacionales y Constituciones de los últimos cincuenta años. Este nuevo contenido de la libertad, consignado en el artículo 19 de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, tiene un desarrollo aún superior en la Convención Americana de Derechos Humanos y en los Principios de Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana. También se refleja en sucesivas declaraciones de los Relatores de Libertad de Expresión de la ONU, la CIDH, la comisión Africana y de la OSCE a lo largo de la última década. Por último un doctrinario del derecho, como el profesor Owen Fiss, explica que la necesaria protección estatal al orador que toma la palabra pública se ha desplazado de la calle a los estudios de televisión. También hasta allí debe llegar la protección del Estado, en defensa de la pluralidad de voces.
Hace ya 25 años, en su Opinión Consultiva 5/85, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo que los medios de comunicación debían estar “abiertos a todos sin discriminación” ni exclusión de acceso para individuos o grupos. Para que “sean verdaderos instrumentos de esa libertad y no vehículos para restringirla” deben cumplirse determinadas condiciones, que la propia Corte enuncia: “la pluralidad de medios y la prohibición de todo monopolio”.
Cuando la Corte Interamericana considera la dimensión individual de la libertad de expresión, entiende que el derecho a hablar o escribir se torna abstracto sin el derecho a utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacerlo llegar al mayor número de destinatarios. Si se restringen las posibilidades de divulgación se limita el derecho de expresarse con libertad, sostiene. Hace dos años, en su documento de “Indicadores sobre pluralismo y diversidad”, la UNESCO reclamó de los estados políticas activas que universalicen el derecho a la comunicación, sin excepciones. Ese texto, de marzo de 2008, menciona como deber estatal una política de desinversión cuando la concentración de los medios afecta el ejercicio de estas libertades.
El CELS participó en la elaboración de los 14 principios de la AMARC para un marco regulatorio democrático sobre radio y TV comunitaria, a través del miembro de nuestra CD Damián Loreti, quien es al mismo tiempo asesor legal de AMARC. Es decir que AMARC y el CELS somos de la misma familia. También acompañamos la presentación de esos principios ante el sistema interamericano.
En un Estado de derecho, la comunicación y la cultura son elementos centrales que no pueden quedar supeditados sólo a las lógicas de la explotación comercial. El desafío es superar la limitación del derecho a la información en su faz individual y social, derivada de la estructura concentrada del sistema de medios actual y de la falta de controles claros a las facultades estatales. Así, por un lado, se discrimina e impide que diversos sectores de la sociedad den a conocer sus ideas libremente; por el otro, se priva al resto de la sociedad del acceso a informaciones y opiniones producidas por grupos diferentes de los grandes conglomerados mediáticos.
La defensa del estratégico derecho a la comunicación tampoco debe limitarse a la pelea por la presencia en el espectro, sino abarcar todas y cada una de las facultades que emergen de su definición. Vale la pena recordar, para quienes no conocen los 14 principios de AMARC y su génesis, que el primero de esos principios considera como objetivo fundamental de cualquier marco regulatorio democrático la diversidad de medios, contenidos y perspectivas y sostiene que “son necesarias medidas efectivas” para promoverlas, incluyendo medidas para prevenir la concentración de medios.
AMARC agrega que el marco regulatorio debe explicitar el reconocimiento de tres diferentes sectores o modalidades de radiodifusión: “público, comercial y social/sin fines de lucro, el cual incluye a los medios propiamente comunitarios”. Esto es lo que dispuso la ley argentina promulgada hace un año. Y el segundo de los principios de AMARC advierte que el reconocimiento y diferenciación de los medios comunitarios necesita “acompañarse con procedimientos, condiciones y políticas públicas de respeto, protección y promoción para garantizar su existencia y desarrollo”.
Hace una década, la CIDH estableció que “los monopolios u oligopolios en la propiedad y control de los medios de comunicación deben estar sujetos a leyes antimonopólicas por cuanto conspiran contra la democracia al restringir la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la información de los ciudadanos”. Así lo afirma el artículo 12 de sus “Principios sobre libertad de expresión”. Ello debería obligar a los países de la región a esbozar marcos constitucionales y legales de nueva generación, que permitan avanzar en América Latina y el Caribe hacia modelos de mayor diversidad y pluralismo en materia de radio y televisión, con acceso de todos los sectores sociales. Democratizar el acceso a los medios es la mejor forma de saldar una deuda con la democracia, ya que en la mayor parte de estos países los marcos regulatorios de la radiodifusión fueron aprobados por las dictaduras de la seguridad nacional en las décadas de 1970 y 1980, como era el caso argentino.
La fundación del CELS en 1979 respondió a la necesidad de encarar acciones rápidas y decisivas para detener las graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos que se estaban cometiendo en el país, documentar el terrorismo de Estado y proporcionar ayuda legal y asistencia a los familiares de las víctimas. A partir de 1983, el CELS inició una redefinición de su agenda para orientarla a la protección de derechos humanos en democracia, tanto los civiles y políticos como los económicos, sociales y culturales. En este nuevo contexto, la libertad de expresión y el derecho a la información, emergieron como derechos humanos fundamentales. Dentro de esta agenda de trabajo –que incluyó también la lucha por el acceso a la información pública–, el reclamo por una ley de radiodifusión de la democracia se transformó en uno de los pilares centrales de ese trabajo. Era fundamental reemplazar el decreto-ley 22.285. Concebido bajo la Doctrina de la Seguridad Nacional, este decreto de facto fue un engranaje más del terrorismo de Estado. Promulgado en 1980 por la dictadura, fue reformado en diversas ocasiones ya en democracia, siempre por presión empresarial, con el objetivo de profundizar la estructura comercial, concentrada y transnacionalizada del sistema de medios. Quienes se opusieron a su reforma en 2009, no habían reclamado durante un cuarto de siglo la sustitución de artículos como el 7, el 14 y el 18 de la Ley de Radiodifusión, que instaban a los medios a “colaborar” con la seguridad nacional, contribuir “al fortalecimiento de la fe y la esperanza en los destinos de la Nación Argentina” y a manejarse con “decoro y sobriedad, dentro de los límites impuestos por la información estricta”. Tampoco se había avanzado en la creación de un organismo de control autárquico, con una conformación democrática y plural. Hasta hace un año, permanecía vigente el artículo 96 de la ley, que establecía que el directorio del COMFER debía estar integrado por un miembro de cada uno de los Comandos en Jefe de la Fuerzas Armadas, uno de la Secretaría de Información Pública (actual Secretaría de Medios de la presidencia), uno de la Secretaría de Comunicaciones y dos de las asociaciones de licenciatarios privados de radio y televisión. Desde que terminó la dictadura, el mal menor que evitó esta aberración fue el nombramiento de un interventor por el Ejecutivo.
La demanda por una nueva normativa que reemplazara el marco regulatorio impuesto por la dictadura fue uno de los pilares en torno a los cuales se agruparon, desde 1983, diferentes organizaciones de la sociedad civil, sindicatos y universidades que bregaban por la democratización de las comunicaciones como un presupuesto básico para el ejercicio de la libertad de expresión en el marco de un Estado de derecho. El CELS formó parte de este movimiento con el objetivo de lograr una ley acorde con los estándares internacionales de derechos humanos y, en 2004, fue miembro fundador de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, cuyos principios tomaron cuerpo en 21 puntos básicos para una nueva ley. Cinco años después, esos puntos se convirtieron en las directrices que guiaron la elaboración del proyecto oficial. Al mismo tiempo, reforzando esos principios, criticamos algunas políticas en materia de comunicación adoptadas durante el anterior gobierno. En particular, la prórroga por diez años de las licencias de radiodifusión otorgada mediante el Decreto 527 de 2005 y el aval cedido en diciembre de 2007 por la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC) para la operación conjunta entre las dos mayores empresas proveedoras de TV por cable del país: Cablevisión y Multicanal. Afortunadamente el actual gobierno ha revertido esas decisiones equivocadas.
Desde abril de 2008, cuando se renovaron las autoridades del COMFER y la presidente Cristina Fernández asumió el compromiso público de elaborar un proyecto de ley, el CELS siguió de cerca el proceso e instó a los diferentes actores involucrados a cumplir con sus responsabilidades institucionales. La ley que aprobó el Congreso en octubre de 2009 sumó un inédito proceso de consulta pública que incluyó la realización de una veintena de foros en distintas ciudades del país y permitió la incorporación de más de 200 aportes de la sociedad civil al texto original. El Senado también convocó a audiencias públicas para conocer la posición de diferentes actores. El CELS brindó allí un análisis acerca del nivel de adecuación del proyecto a los estándares internacionales de derechos humanos en materia de libertad de expresión, en particular del sistema interamericano de derechos humanos. El dictamen del CELS fue citado por diversos senadores la noche de la histórica votación en el recinto del Senado. A raíz de esa participación, el CELS recibió en diciembre de 2009 el premio internacional a los derechos humanos de la República Francesa, entregado por su ministro de Relaciones Exteriores.
Una vez sancionada la ley, tanto el Ejecutivo como el Congreso debían conformar los principales organismos creados por la nueva normativa: el Consejo Federal, la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual y el directorio de Radio y Televisión Argentina (RTA). Tomando en cuenta la participación que el CELS tuvo en el proceso de designación de jueces de la Corte Suprema y de funcionarios judiciales en general, una de las propuestas presentadas en la audiencia pública ante el Senado de la Nación fue precisamente que cada organismo encargado de designar a sus representantes lo hiciera mediante un procedimiento transparente y participativo. El Ejecutivo acogió parte de esa propuesta y promulgó el Decreto 1525/09, que reguló el proceso de selección de los integrantes de la nueva autoridad de aplicación. El procedimiento es similar al previsto por el Decreto 222 de 2003 para el nombramiento de los jueces de la Corte Suprema. En febrero de este año, el CELS –junto a un grupo de instituciones académicas y de la sociedad civil– solicitó al PEN el establecimiento de un procedimiento participativo para la elaboración del decreto reglamentario de la ley. Entendíamos que así se fortalecería la legitimidad del proceso de aplicación de la nueva normativa. Nuevamente, la propuesta fue bien recibida y la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual –mediante resolución 174/2010 del 30/6/2010– habilitó un procedimiento participativo. Durante 15 días se recibieron decenas de propuestas de diferentes sectores.
A fines de 2009 se conocieron las primeras decisiones judiciales sobre la nueva ley, las cuales permitían avizorar un camino plagado de obstáculos. El primer fallo en este sentido fue el del juez federal Edmundo Carbone, subrogante a cargo del Juzgado Civil y Comercial Federal Nº 1, que el 16 de diciembre hizo lugar a una medida cautelar presentada por el Grupo Clarín y suspendió parcialmente la aplicación de los artículos 41 (que prohíbe la transferencia de licencias y autorizaciones para prestar servicios de comunicación) y 161 (que establece un plazo de un año desde la conformación de la Autoridad Federal y el dictado de los reglamentos de transición para la adecuación de los actuales prestadores a la nueva regulación). El fallo consideró que ambos artículos afectaban derechos adquiridos del demandante. Ese mismo día, el juez Miguel Medina, a cargo del Juzgado Federal Nº 2 de Salta, falló a favor de un amparo presentado por el Comité de Defensa del Consumidor de esa provincia, que consideró que la nueva normativa generaría disparidades en el acceso a los medios entre los habitantes de diferentes regiones del país. La sentencia frenó la aplicación de cinco artículos de la Ley 26.522. En marzo de 2010 el CELS se presentó en calidad de amicus curiae ante la Cámara Federal de Salta junto a una veintena de organizaciones entre las cuales se encontraban universidades nacionales, sindicatos y organizaciones de la sociedad civil. El escrito fundamentó la adecuación de los artículos cuestionados a la Constitución Nacional y los estándares internacionales sobre libertad de expresión. En particular, alegó que los Estados tienen la facultad de regular la actividad de radiodifusión. El dictamen reafirmó la legitimidad de los límites legales a la concentración de la propiedad de los medios, de las restricciones a la conformación de redes permanentes de programación, y de la fijación de pisos mínimos de producción local e independiente.
Otro caso particular fue el originado a partir del planteo del diputado nacional mendocino por el PJ disidente Enrique Thomas, quien solicitó que se suspendiera la aplicación de la totalidad de la ley debido a supuestas irregularidades durante su trámite en el Congreso. El 21 de diciembre, la jueza Olga Pura Arrabal de Supercanal, a cargo del Juzgado Federal Nº 2 de Mendoza, hizo lugar al pedido de Thomas y ordenó frenar la vigencia de la norma. El fallo fue confirmado por la Cámara Federal de Mendoza, integrada entre otros por los jueces Otilio Romano y Luis Francisco Miret, ambos con sendos juicios políticos en su contra por complicidad con los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar. Frente a esa confirmación, el Estado nacional recurrió el fallo ante la Corte Suprema. El CELS volvió a recurrir a la figura de amicus curiae para presentarse ante la Corte junto a las mismas organizaciones que habían acompañado la acción en Salta. En este caso, el dictamen sostuvo la necesidad de respetar el resultado del debate democrático que permitió la sanción de la ley, cuya suspensión afectaba derechos de distintos grupos de personas que no participaron del proceso iniciado por Thomas y que se encontraban particularmente protegidos por la nueva ley, como las universidades nacionales, las cooperativas, los trabajadores de la comunicación, los actores, los músicos independientes, los pueblos originarios y las personas con discapacidad. Todos ellos vieron restringido su derecho al trabajo, a la libertad de expresión y al acceso y la participación en el debate público a través de los medios a partir del bloqueo judicial de la ley. El 15 de junio la Corte revocó la medida cautelar y aseguró que un diputado no tiene legitimación para reeditar ante los tribunales un debate que perdió en el Congreso.
A pesar de este importante fallo, persisten trabas judiciales que frenan la aplicación de artículos específicos de la ley para algunas empresas de medios. En particular, la misma Corte Suprema confirmó a principios de octubre la medida cautelar dictada por el juez Carbone a favor del grupo Clarín. Esta decisión frena la aplicación del artículo 161 de la ley –que prevé el plazo de un año para adecuarse a los límites dispuestos por la nueva normativa–, sólo para esa empresa y al menos hasta que la justicia resuelva la cuestión de fondo acerca de la validez de la cláusula de desinversión.
Posición del CELS ante el fallo de la Corte:
- Esta decisión no implica de ninguna manera una suspensión de la totalidad de la ley ni supone un freno a la adecuación para el resto de los prestadores de servicios de comunicación audiovisual al régimen previsto por la nueva norma.
- La medida cautelar no cuestiona la validez del deber de ajustarse a los límites fijados por la ley, sino que refiere al plazo para hacerlo.
- Teniendo en cuenta el “interés general en la aplicación de la ley”, la Corte Suprema ordenó al juez de primera instancia limitar al máximo la duración de la medida cautelar y evitar demoras en la resolución del caso.
- Los jueces deben rendir cuentas ante la sociedad y demostrar que no son permeables a las presiones de los sectores concentrados del sistema de medios audiovisuales de nuestro país. En este caso concreto, eso se demuestra resolviendo el fondo de la cuestión sin demoras ni chicanas.
La Ley 26.522, elaborada y sancionada mediante un proceso inédito que aunó la participación popular con un elevado conocimiento técnico y profesional, prevé mecanismos precisos y en sintonía con estándares internacionales de derechos humanos para desconcentrar el mercado actual e impedir la formación de nuevos actores con posiciones dominantes. Por eso es fundamental que la resolución de este caso garantice su aplicación efectiva y sin excepciones de ningún tipo, como condición básica para la democratización del sistema de medios audiovisuales en Argentina.
Frente a estos embates de parte de los sectores más concentrados del sistema de medios, resulta fundamental renovar la legitimidad de la ley en cada nuevo paso para ratificar el rumbo de esa política inspirada en una concepción democrática de la comunicación y la cultura. Las acciones judiciales tienen un valor fundamental en ese recorrido, porque frente a los reclamos de los grupos empresarios se pone en juego la potestad del Estado para ejercer su papel de garante del derecho a la información de todos los ciudadanos y su poder para poner fin a las restricciones al acceso a los medios de comunicación, derivadas de la concentración de la propiedad que permitió la legislación anterior.
La definición y razón de ser de los medios comunitarios debe ser clara y contundente a favor de la democracia y los derechos humanos.
Vemos con aprecio cómo AMARC ha promovido sus principios de trabajo, fines y método en los 14 Principios.
Pero nos parece crucial que a la par del reconocimiento –cuestión que no siempre se da en las legislaciones– se enfatice que su rol no es limitarse a atender lo que no hacen los medios más grandes. Nada justifica que se los considere pequeños o de baja potencia o sin derecho a contar con los recursos que permitan sostener adecuadamente entre sus planteles a profesionales de la comunicación. Son violatorias de los estándares del derecho internacional de los derechos humanos las reglas existentes o proyectadas que las condenan al amateurismo o a la presencia insignificante.
En nuestro país, durante el proceso participativo de elaboración del decreto reglamentario de la ley 26.522, las propuestas del CELS hicieron hincapié en tres aspectos: el régimen de sanciones, la asignación de pauta publicitaria oficial y las restricciones en el acceso a licencias para personas involucradas en graves violaciones de derechos humanos. Estas recomendaciones no fueron tenidas en cuenta, pero el CELS seguirá insistiendo con ellas todo el tiempo que sea necesario. El gobierno nacional sabe que así como reconocemos y apoyamos los avances realizados, exigimos que se concreten aquellas mejoras pendientes, porque una ley es puro papel si no hay una movilización social que respalde su articulado.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux