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“Nací en 1921, en Mar del Plata, por entonces una ciudad bastante deshabitada, casi salvaje y donde, según se decía, veraneaban sólo los burgueses de mucho dinero”, recuerda ahora el músico instalado en un cómodo piso de la Avenida del Libertador, en el elegante barrio de Palermo Chico, justo frente al hipódromo. Apenas tenía cuatro años cuando debió acompañar a sus padres a Nueva York, para probar suerte. Allí fueron Vicente Piazzolla y su mujer, Asunta Manetti, hijos de inmigrantes italianos apretados por la miseria y la desesperanza. Cuando estuvieron ubicados en la calle 8 del Greenwich Village, barrio por entonces bohemio y bastante proletario, los Piazzolla no dejaron de ser argentinos pero tampoco olvidaron que eran hijos de italianos. Luego de varios años de estrecheces y un intento fallido de volver a la Argentina, hacia 1930, Vicente Piazzolla, alias Nonino, logró ponerse bajo la protección de Nicola Scabutiello, dueño de una importante peluquería en el West Side y de varios billares clandestinos: era un discreto capomafia.
“De algún modo, lo que soy se lo debo a esos primeros años en Nueva York. Aquello era el mundo que se ve en la serie Los Intocables: la pobreza, la solidaridad entre paisanos, la Ley Seca, Eliot Ness, la mafia... En fin, yo era muy indisciplinado, no me gustaba mucho la escuela –me expulsaron de varias y para mis padres era cada vez más difícil que me aceptaran en la siguiente– y andaba mucho por las calles. Ese ambiente me hizo muy agresivo, me dio la dureza y la resistencia necesarias para enfrentarme al mundo y, sobre todo, a los escándalos que, veinticinco años después, iba a desatar mi música.”
¿Qué sonidos de ese ambiente gangsteril y alcoholes subrepticios quedaron desde entonces fijados en el mapa musical de Astor Piazzolla? “El jazz, naturalmente. Las orquestas de Duke Ellington y de Fletcher Henderson... Por las noches, con un compañero íbamos a Harlem, hasta la puerta del Cotton Club, a escuchar a Cab Calloway. Por supuesto, lo escuchábamos desde la calle, porque éramos dos ‘enanos’ y no nos dejaban entrar. Por otro lado, recuerdo la primera vez que mi maestro de música me hizo escuchar a Bach; y, desde luego, el tango, esa música triste, llena de nostalgia, que mi padre ponía en la victrola y a través de la cual conocí a Julio De Caro, a Pedro Maffia, a Carlos Gardel.”
Pero ese gringuito rubio y de baja estatura a quien sus amigos apodaban Lefty (por la manera de sacar la mano izquierda a la hora de las peleas) conocería, como un anticipo de lo que vendría más tarde, una forma precoz de la consagración: “Un día, mi padre lee en el diario que llega Gardel a Nueva York para filmar una película. Mi padre, que además de escuchar religiosamente los discos de Gardel tenía el hobby de hacer tallas en madera, se pasó dos noches sin dormir haciendo una escultura de un gaucho tocando la guitarra. Le escribió al pie: ‘Al gran cantante argentino Carlos Gardel, Vicente Piazzolla’. Averiguó en qué hotel se alojaba Gardel y me dijo: ‘Tomá, llevásela y decíle que se venga a comer unos ravioles. Ah, y no te olvides de decirle que tocás el bandoneón’. Hay que tener en cuenta una cosa: cuando Gardel llegó a los Estados Unidos, en Nueva York debía de haber algo así como ocho argentinos y tres uruguayos. Por supuesto, gente que se mataba trabajando: mi padre, en la peluquería de Scabutiello, en cuya trastienda se levantaban apuestas clandestinas; mi madre, atendiendo un salón de belleza que la mitad de la semana trabajaba con las mujeres de los gangsters italianos y la otra mitad, con las mujeres de los gangsters judíos (si se llegaban a cruzar, se armaba un escándalo); y ambos, destilando licor en la bañera para enviárselo a nuestros ‘primos’ de New Jersey... En fin, llega Gardel a ese lugar y, de pronto, se encuentra con un chico como yo, que le habla en español, le ofrece un regalo de un admirador argentino y, para colmo, le dice que sabe tocar el bandoneón. Gardel casi se desmaya. Me pidió que fuera al día siguiente con el bandoneón. Yo apenas chapurreaba algunas cositas porque en ese entonces, a pesar de que mi padre me había comprado el bandoneón para que tocara como Pedro Maffia e incluso me mandaba a estudiar música, yo prefería el jazz y soñaba con tener una armónica y hacer tip tap. De todos modos, mi escasa destreza con el instrumento le bastó a Gardel para incluirme en la película que había ido a rodar a los Estados Unidos: El día que me quieras, donde además de tocar yo hacía el papel de vendedor de diarios”.
Desde ese momento de 1934 y hasta el regreso definitivo a la Argentina, para el joven Piazzolla vendrían tiempos de un exotismo amateur: vestido de gaucho, asociado a otros dos argentinos, sorprendía a los asistentes al cabaret El Gaucho como The Argentine Boy Wonder of the Bandoneon. O tocaba el típico instrumento para una emisora de onda corta que llegaba a Buenos Aires. Pero el muchacho aún prefería perderse por las calles del distrito, escapar al deber, jugar al béisbol y martirizar a los gatos del vecindario. ¿Cuándo llegaría, como un plazo del destino o una treta de la suerte, el amor por la música, su ejercicio febril?
“Creo que para eso fue necesario el hastío: el aburrimiento de las tardes de verano en Mar del Plata, adonde habíamos regresado con mis padres en 1937. Yo ya había tenido varios ‘anuncios’ de una vocación escuchando a De Caro, a Bach, a Cab Calloway. Desde entonces, aunque de modo confuso, yo intuía que lo mío debía ser una combinación de todo eso. Y el aburrimiento de las tardes marplatenses me predispuso a esperar algo. Yo sentía que mi vida no podía ser solamente eso, caminar como un sonámbulo por las calles de una ciudad semidesierta. Y, de golpe, una tarde, mientras estaba recostado en mi cama, escucho por la radio al violinista Elvino Vardaro y su sexteto. Descubrí una nueva manera de tocar el tango y sentí que eso era lo que yo quería hacer. Le envié una carta a Vardaro y él me respondió alentándome. Formé un grupo con algunos amigos; yo elegía el repertorio y hacía los arreglos. Iba a una confitería donde tocaban orquestas de tango de Buenos Aires. Allí trabé amistad con el bandoneonista Juan Sánchez Gorio, con Enrique Mario Francini, con Héctor Stamponi... Este último me convenció de irme a Buenos Aires.”
Entre las lágrimas de doña Asunta y los consejos de Nonino, el joven de dieciséis años partió a la Capital. Allí lo esperaban un cuarto de alquiler, el trabajo en una orquesta que tocaba en el cabaret Novelty y la amargura de descubrir rápidamente la espesa sordidez de la vida nocturna de Buenos Aires, que Piazzolla aprendió a matizar estudiando música con rigor prusiano y despejándose en el billar. Cuando salía de tocar se iba, con unción religiosa, al café Germinal a escuchar al bandoneonista Aníbal Troilo, “por ese entonces”, afirma Piazzolla, “el más grande de todos”.
“De tanto ir a escucharlo, sabía el repertorio de Troilo y su orquesta de memoria y me había obsesionado con algunos de sus músicos, especialmente con el pianista Orlando Goñi y el violinista Hugo Baralis, de quien me hice amigo. Una noche llego al Germinal y Baralis me recibe con cara de velorio. ‘¿Qué pasa?’, le pregunté. ‘Justo hoy, un viernes, se enfermó el Toto. El Gordo (se refiere a Troilo) está furioso y tiene razón: perdemos de tocar todo un fin de semana’. Era mi oportunidad: el Toto Rodríguez, uno de los bandoneones, estaba fuera de combate. Con la irresponsabilidad de la adolescencia, le pedí a Baralis que le dijera a Troilo que yo podía tocar. Baralis me miró como si yo me hubiera vuelto loco: ‘¿Lo decís en serio?’. ‘Por supuesto que lo digo en serio. Sé todo el repertorio de memoria’. ‘Es imposible’, me dijo riéndose, ‘sos demasiado jovencito para esto’. Seguí insistiendo hasta que Baralis, con un poco de miedo, fue a hablarle a Troilo. El Gordo me miró, entre divertido y asombrado; me preguntó si me tenía tanta fe como para tocar allí mismo. Le dije que sí, que sabía música clásica y conocía sus tangos como para tocarlos con los ojos cerrados. Troilo hizo una seña con la cabeza, me acercaron un bandoneón, subí al escenario de un salto y, a una indicación suya, comencé a tocar. Me tenía tanta confianza que toqué todos los tangos como a quien le piden el Arroz con leche. Cuando terminé, Troilo se quedó un momento en silencio, después se acercó hasta mí y lo único que dijo fue: ‘Ese traje no va, pibe. Conseguite uno azul que debutás esta noche’.”
Por esa misma época –era el año 1939– y con similar audacia, Piazzolla consiguió una entrevista con el pianista Arthur Rubinstein, que estaba en Buenos Aires para dar una serie de recitales: “Le llevé un concierto para piano que yo había escrito. El, muy amablemente, se puso a tocarlo al piano. Cuando terminó, me dijo con simpatía: ‘¿Le gusta la música?’. ‘Sí, maestro’. ‘¿Por qué no estudia, entonces?’. Tenía absoluta razón. Sin perder tiempo, comencé a estudiar con Alberto Ginastera. Yo quería estudiar con Juan José Castro, pero él no podía enseñarme y me recomendó a Ginastera, que en ese momento era también bastante joven, al punto que yo fui el primer alumno que tuvo en su vida. Con él estudié frenéticamente entre 1939 y 1945; es decir, más o menos el tiempo que estuve en la orquesta de Troilo. De modo que el Gordo era mi chanchito de la India. Cada cosa nueva de armonía, de contrapunto, de instrumentación que aprendía con Ginastera la probaba en la orquesta. Y el Gordo me detenía, me preguntaba si estaba loco o quería que los músicos me asesinaran al final de un ensayo; decía que lo que yo proponía no se podía bailar. De todos modos, Troilo me quería, llegué a ser su primer bandoneón y, durante los dos últimos años que estuve con él –1943 y 1944– hacía casi todos los arreglos. Claro que era una lucha constante: de mil notas que escribía, el Gordo me borraba seiscientas.”
Pero la huella musical y afectiva que Aníbal Troilo dejó en Piazzolla ha sido más poderosa que las circunstanciales diferencias profesionales. Troilo fue además un maestro de instrumentistas y vocalistas, uno de los mejores bandoneonistas de toda la historia del tango y un compositor delicado, autor de algunas de las piezas más notables del repertorio instrumental o cantado.
Piazzolla nunca dejó de reconocerlo –a la muerte de Troilo, compuso una de sus obras más personales y conmovedoras: la Suite troileana (1976)– y ahora, en una tarde con amagos de tormenta, es capaz de afirmar: “Lo que hacía él en el ‘40 estaba completamente ligado al Buenos Aires de entonces. Una ciudad sin televisión, menos bombardeada por la publicidad y enamorada de los bailes. Todas las noches se estrenaba un tango que, literalmente, a la mañana siguiente ya era un éxito”.
El hombre que, como otros antes, perseguía una forma que su estilo no encontraba, como un plazo de la suerte o una treta del destino, llegó a Buenos Aires para cambiarle el fraseo. Tal vez la furia del mar en sus oídos, los sonidos del Cotton Club y las fugas de Bach en el piano de un lejano maestro húngaro sobrevolaron desde siempre ese paisaje demasiado apacible que, para él, era el tango.“Supe desde siempre que lo mío era el tango, pero más allá del tango conformista y haragán de la mayoría de los tangueros. En algún momento, entendí que tenía que cruzar ese tango adormecido con otras cosas, había que enriquecerlo, llenarlo de riesgo y de sorpresa. Cuando hacía arreglos para Troilo, no pensaba en algo fácil que hiciera bailar a la gente sino en poner afuera algo muy mío y a la vez vinculado con esa música que todos conocían, para que fuera escuchado. Eso, Troilo no podía entenderlo. Lo más curioso es que ni siquiera se daba cuenta de que su público, cuando él tocaba tangos suyos como Quejas de bandoneón, Chiqué o Inspiración, dejaba de bailar y se acercaba a escucharlo. Troilo estaba convencido de que lo que daba de comer era el tango bailable. Cuando a veces, antes de salir a tocar, nos juntábamos con Goñi y algún otro a tocar a la manera de Julio De Caro un tango más romántico, más musical, el Gordo nos quería matar. ‘¡No! ¡No toquen eso que se van a malacostumbrar! Toquen lo que tocamos nosotros’, decía. Sin embargo, cuando él componía tenía una relación muy personal, elaborada, con la música. Cada uno de sus tangos –Garúa, La última curda, Che, bandoneón– era una pequeña joya. Al igual que lo fueron los tangos de Mariano Mores; él también fue un creador excepcional, hasta que un día se cansó y empezó a escribir de memoria... Es que el mundo de la música ha sido muy duro para todos. Para mí, lo sigue siendo incluso ahora, porque no puedo detenerme, no puedo conformarme; después de cierto tiempo, tengo que romper todo y empezar de nuevo. Y así fue siempre, desde que abandoné la orquesta de Troilo: cambiar, enfrentarme a la resistencia de la gente, a los músicos de tango ultraconservadores que me despreciaron, me segregaron, me insultaron como si yo hubiera sido el demonio.”
Primera herejía, según sus detractores: dejar, a fines de 1944, a Troilo. Después, dirigir una orquesta que había armado el gran cantante y bandoneonista Francisco Fiorentino, a quienes todos consideraban entonces en una gloriosa decadencia. En 1946, Piazzolla arma su primera orquesta típica (así se llamaba a las formaciones que tenían un repertorio exclusivamente tanguístico) y el lento pero firme comienzo de los sacrilegios: tres tiempos metidos en el hasta entonces inamovible cuatro por cuatro; contrapuntos, fugas, formas armónicas inauditas.
“Por ese entonces –recuerda ahora– ya empiezo a tratar de ser Piazzolla. Comienzo a escribir, a hacer arreglos más personales. Por supuesto, cada vez teníamos menos trabajo. Por entonces, se tocaba para hacer bailar y nadie podía bailar conmigo. Me atacaban, no me promocionaban o se burlaban de mí. En un cabaret donde tocaba, un día las mujeres que trabajaban en el local se pusieron a bailar en puntas de pie como si estuviera sonando El lago de los cisnes. Yo juntaba indignación y hambre. En 1950 dejé la orquesta y casi abandoné el bandoneón. Me puse a estudiar como un loco. Formé una orquesta de cuerdas con la que grabamos algunos discos. A pesar del rechazo, sentía que lo mío no había aparecido.”
El cambio, explosivo, completo –casi apoteótico según sus primeros seguidores, apocalítico para casi todo el mundo del tango– vendría después de su viaje a París, en el ’54. Allí estudió con Nadia Boulanger poco menos de un año. Más allá de lo técnicamente aprendido con la célebre maestra de Aaron Copland y Leonard Bernstein, ella lo ayudó a descubrir que lo suyo no era la composición erudita sino el enriquecimiento que las formas clásicas, el jazz y sus propias intuiciones podían dar a esa música surgida a orillas del Río de la Plata.
“Cuando fui a París, dos cosas me abrieron literalmente la cabeza: una, estudiar con la Boulanger, haber encontrado en ella la confirmación de un camino a seguir; la otra, escuchar a Gerry Mulligan y su grupo: esto me volvió completamente loco, no sólo por los excelentes arreglos de Mulligan y por la forma en que tocaban todos sino también, y fundamentalmente, porque percibí la felicidad que había en ese escenario. No era como las orquestas de tango que yo estaba acostumbrado a escuchar y que parecían un cortejo fúnebre, una reunión de amargados. Aquí la cosa era una fiesta, una diversión: tocaba el saxo, sonaba la batería, se la pasaba al trombón... y eran felices. Porque allí había arreglos, había un director, pero también margen para la improvisación, para el goce y el lucimiento de cada uno de los músicos. Me dije que eso era lo que quería para el tango. Y efectivamente, cuando volví a Buenos Aires, formé el primer octeto (1955) que fue, entonces sí, una verdadera revolución. Allí empleé todo lo que había aprendido con Ginastera y la Boulanger y algunos fraseos y procedimientos instrumentales que eran más característicos del jazz. Introduje un concepto absolutamente novedoso para el tango: el swing. Y, fundamentalmente, la idea del contrapunto: tocar en el octeto era como cantar en un coro; cada uno tenía su parte que dialogaba con las partes de los otros; cada uno podía disfrutar de lo que tocaba, podía lucirse y divertirse con la música que hacía. Y eso es fundamental, porque si la música carece de diversión no sirve para nada. Por supuesto, allí estaba todo lo que había aprendido en mis clases, sobre todo Stravinsky, Bartok, Ravel y Prokofiev; pero también estaba la veta más agresiva y cortada del tango de Pugliese, el refinamiento de un Troilo y de un Alfredo Gobbi que, hacia fines de los ’40, era para mí el tanguero más interesante.”
Escándalos, conciertos que terminaban a las trompadas y la vieja zurda del ya no tan pequeño Lefty saliendo a defender una música que cambiaba al compás de una ciudad, Buenos Aires, que entraba de lleno en un período de modernización. “Por supuesto, los tangueros ultraconservadores no me soportaban. Hay que tener clara una cosa: el tango como género cantable y bailable se moría solo a mediados de los ’50. No fui su verdugo, eso vino absolutamente solo. Uno no puede proponerse ser distinto o ser moderno, uno es distinto o es moderno y si no, más vale que no intente autoimponérselo. Cuando escucho a alguien proponer, por ejemplo, que Juan Carlos Baglietto es el tanguero del rock argentino, me causa gracia. Eso no tiene nada que ver. Los músicos de rock usan el nombre de Gardel o el de Goyeneche por una cuestión de conveniencia, para atraer a otro público que está con Goyeneche o con Gardel. Pero su música no tiene nada que ver con el tango, es rock puro.”¿Qué opina hoy del rock el hombre que, en los años ’70, tuvo un amable acercamiento al rock argentino e incluso llegó a tocar en vivo junto al grupo Alas? “Quiero mucho a los jóvenes, sobre todo a los que tienen inquietudes y hacen cosas, intentan encontrar un camino. Ahora, todavía no escuché a ninguno que me sorprenda. Escuché algunas cosas de Lito Vitale que me gustaron mucho, pero veo que tiende a repetirse. El problema es que él trabaja con el folklore, y el folklore argentino es una música que tiene menos riqueza que el tango. El folklore se repite en una serie de ritmos como la zamba, el gato, la chacarera... y de allí no se mueve. El tango, en cambio, diría que es casi como el jazz, tiene misterio, profundidad, dramatismo. Es religioso, puede ser romántico y puede alcanzar una agresividad que el folklore nunca podría tener, salvo la chacarera. Cuando empezamos con el octeto, por ejemplo, parecíamos salidos de un grupo de combate. ¡Eramos ocho guerrilleros subidos al escenario! Yo ‘rompía’ el bandoneón todas las noches y el gordo (Leopoldo) Federico también. Cada uno, en lugar de un instrumento, tenía una bazooka. Habíamos convertido el escenario en un ring de box.”
“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”
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