Jue 12.09.2002

ESPECTáCULOS  › EL NOTABLE REGRESO DE ADOLFO ARISTARAIN, CON “LUGARES COMUNES”

Un país que te obliga a la resistencia

Un profesor es jubilado de oficio. Viaja a España a visitar a un hijo al que llamará traidor. A la vuelta, vende su casa y se va a vivir al campo, acompañado por una mujer que es todo lo que le queda. Un film necesario sobre la crisis argentina.

› Por Horacio Bernades

Una buena noticia para el cine argentino: tras cinco años de silencio vuelve su narrador más clásico, y lo hace en su mejor forma. Martín (Hache) había representado para Adolfo Aristarain una apuesta descarnada pero también engañosa, en la que el cineasta pronunciaba el nombre del hijo sólo para darle al padre una voz más pontificadora que nunca. Al hacer eje en un padre que ve disueltas todas sus certezas –incluida la de la superioridad sobre el hijo–, Lugares comunes puede ser vista como su exacta contracara. Pero, a su vez, el nuevo film de Aristarain admite leerse también como exhaustiva reescritura de Un lugar en el mundo, cuyos temas, ideas, personajes y hasta ambientes aparecen ahora iluminados bajo una luz dolorosa y crepuscular, hasta el punto de que da la sensación de que es un ciclo entero el que se cierra.
El país expulsor, el exilio externo e interno, la obstinación anárquica, los legados y desencuentros generacionales, la amistad masculina, la confraternidad de sobremesa, la derrota y el intento de revancha, la tragedia final –en una palabra, todos los temas que recorren la obra de Aristarain– reaparecen aquí, presentando una vez más al eterno Federico Luppi como eje y alter ego del realizador. Como en Tiempo de revancha y Un lugar en el mundo, el Fernando Robles de Lugares comunes tiene un pasado de resistente y en cierta medida lo sigue siendo, desde su cátedra de Literatura en un instituto terciario. Como en Ultimos días de la víctima, Un lugar en el mundo y Martín (Hache), el entorno y su amor propio son sus peores demonios. Desde el momento en que las autoridades disponen su retiro anticipado, todo aquello que le daba solidez a su mundo parece derrumbarse, como si sufriera los efectos de un movimiento telúrico. Un viaje a Madrid para visitar a su hijo Pedro, de quien está distanciado (Carlos Santamaría), pondrá a ambos al borde de la ruptura definitiva, salvada in extremis por ese verdadero peñón familiar que es Lili (la española Mercedes Sampietro, en actuación descomunal).
Argentinos de ahora, a su regreso los Robles se verán frente a la posibilidad de un colapso familiar y personal. Antes de que ello ocurra, el azar les permite empezar de cero en un paraje cordobés, donde Fernando deberá cambiar los libros por las tareas de la granja. ¿Un lugar en el mundo 2? El propio Aristarain se ocupa de pulverizar toda posible mimetización. Cuando el mejor amigo de Fernando (un sorprendente Arturo Puig) le sugiere fundar una cooperativa agrícola, Luppi lo saca poco menos que carpiendo. Sesentón, cansado y enfermo, el héroe de Aristarain (por extensión se puede suponer que también el propio realizador) ya no aspira a ninguna épica, ningún proyecto colectivo, ningún ejercicio de violencia redentora. Sólo quiere seguir viviendo, y tal vez ni siquiera eso. Con antecedentes de enfisema pulmonar y varias operaciones encima, Fernando sigue fumando a hurtadillas y esquivando los cálidos regaños de Lili, cuya sabiduría práctica le da al personaje una estatura de heroína fordiana (enun momento se pone una mantilla muy parecida a la de Joanne Dru en La legión invencible).
Nada ha cambiado, en términos de estilo, en el cine de Aristarain. Por el contrario, aquí se lo ve más asentado que nunca. El realizador de La parte del león sigue conjugando la gramática clásica a la que siempre fue fiel, combinando con fluidez planos amplios y primeros planos y pasando de interiores acogedores a amplios espacios abiertos, que parecen representar un horizonte de libertad sobre el cual se hará sentir la indefectible asfixia de lo real. Como viene sucediendo desde Un lugar en el mundo, los diálogos abundan, pero el entramado de puntos de vista pone entre paréntesis el valor de verdad de la voz protagónica, que aunque domina el relato en off es puesta en cuestión por el coro que lo rodea. Apoyado como de costumbre en su ojo infalible para el casting y su mano privilegiada para la dirección de actores, Aristarain vuelve a mostrar, más allá de las palabras, total elocuencia dramática y visual. Esto raya más alto que nunca en una escena siempre tan difícil de representar como es la muerte de un ser querido, que Aristarain resuelve aquí con puros sobreentendidos y miradas.
La seguridad narrativa del realizador le permite tomar por las astas buena parte de los temas centrales de la Argentina de hoy (la inseguridad, la pérdida de identidad, el derrumbe de las certezas) sin caer jamás en el sermón, el discurso de coyuntura o la banalización. Si Lugares comunes refleja el presente argentino con tanta precisión y hondura como lo hicieron Mundo grúa, La ciénaga o Bolivia, no es por una cuestión de oportunismo sino de pura y simple sintonía con el afuera. Lo hace con lucidez, rigor y el más alto voltaje emotivo, en lo que tal vez sea el mejor film de Aristarain en las últimas dos décadas.

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