ESPECTáCULOS
› “EL CRIMEN DEL PADRE AMARO” EN SAN SEBASTIAN
Los pecados de la Iglesia
La película de Carlos Carrera, presentada en competencia oficial, explica por sí sola el escándalo que desató en México: Gael García Bernal es un cura inmerso en las oscuridades terrenales de su orden, que remiten al pasado y al presente. El cine argentino, en tanto, talla fuerte en el País Vasco.
No, no era una escena, como sugerían las informaciones generadas en México. Tampoco eran dos escenas, ni tres, ni cuatro. El problema de la Iglesia mexicana con la película El crimen del padre Amaro, de Carlos Carrera, que ayer tuvo su debut internacional en el Festival de San Sebastián, era completo. El film, que participa de la competencia oficial del Festival y está protagonizado por la nueva gran estrella joven del cine latino, Gael García Bernal, es un verdadero desafío a la paciencia de las autoridades eclesiásticas, no por impío ni disolvente, sino, más bien, porque las enfrenta con verdades ineludibles de orden terrenal.
En la base del film, que ha batido todos los records de recaudación en México luego de que los consabidos sectores conservadores y ultramontanos pusieran el grito en el cielo al trascender su temática, está una novela del escritor portugués Eça de Queiroz, fechada en 1875. Sin embargo, y he aquí lo perturbador, el director eligió contar la historia que le demanda casi dos horas trasladándola a la actualidad, subrayando que aquello que parecía historia sigue ocurriendo, en un mundo hermético y lleno de mentiras disfrazadas de verdades.
El padre Amaro es como Zapa, el personaje primero ladrón sin saberlo y luego policía sin convicción que está en el centro de la notable El bonaerense, de Pablo Trapero: asiste sin poder creer del todo a lo que le pasa a su propia vida, como si mirase una película. Amaro es un padre joven, que llega a iniciarse en el ejercicio del sacerdocio a un pueblo rural. Lo ha recomendado el obispo, uno de los tradicionales peces gordos, pura política, de la Iglesia, porque lo considera su discípulo. En ese pueblo chico, infierno grande, Amaro descubrirá que la vida no es lo que decían en el seminario. Que el cura a cargo de la parroquia tiene una mujer que funciona como su esposa, que la construcción de un hospital que la diócesis edifica en las afueras se hace con dinero de los narcotraficantes, que las sotanas se usan sólo para trabajar en la Iglesia, que la esposa del intendente llega cada tanto al confesionario con fajos de dinero, y que invita demasiado a su casa, que el celibato no se discute aunque se sufra, que cuando los curas se juntan comen y beben al por mayor y, por fin, que un religioso también es un hombre.
En buena parte de su metraje, El crimen del padre Amaro remite a Camila, la exitosa película de María Luisa Bemberg en los primeros años del retorno de la democracia. Carrera, apoyado en un guión de Vicente Leñero, describe minuciosamente cómo el cura joven y entusiasta va cayendo de forma irremediable en los lazos de la sensual Amelita (la adolescente Ana Claudia Talancón), a la que, como en el corrido de su casi símil Adelita, termina queriendo como para perseguirla por tierra y por mar. No le hace falta: esa niña confunde muy fácilmente la devoción por Dios con el amor por uno de sus representantes en la tierra. En su ascenso hacia los repetidos placeres de la carne, Amaro y Amelita se toparán con el infierno de las apariencias. Hasta que entre en escena un previsible embarazo y la historia se dispare. Carrera (México, 1942) cuenta entonces, con Queiroz, la historia de un hombre que ha sido valiente para los mandatos de la carne pero cobarde a la hora de pensar en perder sus privilegios. Un cura capaz de enamorarse, pero no de dejar los hábitos por un hijo.
De ahí en adelante, el hermoso padre Amaro cometerá más de un crimen, entre ellos el de no poder ser él mismo. Carrera no lo deja solo, al ponerle enfrente a otro religioso, al que Amaro admira, puesto en una situación de decisión: el padre Natalio, al que el obispo amenaza una y otra vez con excomulgar por sus simpatías con los campesinos y guerrilleros, todo un tema en el México actual. Natalio sabe ser valiente, cuando sus papas queman. Amaro lo mira actuar y toda la energía que tenía para amar se la evapora, porque amar ya no le conviene.
Como es una película mexicana, y no una argentina, la colorida y divertida etapa Camila del film deja paso a un remate digno de Arturo Ripstein, dentro de un cine que no esconde su raigambre industrial, como Amores perros o Y tu mamá también, pero cuenta con fluidez artesanal, animándose a historias muy poco reflejadas por la maquinaria de producir. El capítulo Ripstein es oscuro, estremecedor, sangriento, en un crescendo subrayado por música religiosa, como si fuese un Dios vengativo y necio el que tomara el control del relato.
La ya famosa escena del manto de la Virgen –el cura cubre con él a su chica antes de besarla– es un detalle muy menor en el contexto de un film perturbador, que cuenta cómo un funcionario preserva su carrera política sacrificando el amor, y con eso a sus seres queridos, porque confía en el statu quo más que en los sentimientos. Nadie que conozca someramente el submundo de la Iglesia, eso que pasa puertas adentro, de sus claustros, podrá acusar al film de imaginativo, blasfemo o audaz. Por el contrario, el mayor pecado de El crimen del padre Amaro es que cuenta la verdad, mediante procedimientos de ficción.