Mié 23.01.2002

ESPECTáCULOS

Cuando el motor de un film es la fuerza misteriosa del sexo

Después de Pedro Almodóvar, el director Julio Medem –”Los amantes del Círculo Polar”– es el más importante del cine español actual. Mañana se estrena aquí “Lucía y el sexo”. Y en este texto explica la génesis del film.

Por Julio Medem

Todo comenzó, exactamente, cuando terminé el último plano de Los amantes del Círculo Polar, con el mal presagio de suponer que mi película recién terminada era demasiado triste y devastadora como para complacer a nadie. Así que al día siguiente me fui de viaje con una pequeña cámara de video digital, de esas que caben en la palma de la mano, y con una única idea en la cabeza, llamada Lucía.
De mi siguiente historia sólo sabía que comenzaría con la carrera de una joven que necesitaba escaparse de una tragedia. Aún tenía tan cerca el personaje de Ana, que pensé en ella corriendo en dirección contraria a mi última película. Sí, la carrera inicial de Lucía partía de la carrera final de Ana, sólo que con el signo vital cambiado, es decir, de la muerte a la vida. Así, la estructura de la nueva historia debía ser simétricamente opuesta a la anterior, por lo que a Lucía le esperaría un final cálido y esperanzador. Alguien que se empeña de esa manera en dar otra oportunidad al destino, se merece un buen regalo. Y yo se lo quería dar, buscando, eso sí, un buen argumento para justificarlo.
Lo primero que grabé con la cámara fue mi propia sombra reflejada sobre la estela del barco que me llevaba a una pequeña isla del Mediterráneo. Tuve la sensación de estar dejándome atrás, poniendo ese mar de por medio entre lo que había sido y hecho hasta entonces, donde había dejado mis cosas, y algo nuevo que no conocía.
Uno de los aspectos que más estimulaban mi proyecto de limpieza era ira hacia lo fácil y lo ligero. Pensé en rodar mi próxima película con esa pequeña cámara que cabía en mi mano, ayudado por un reducido grupo de amigos y producida en cooperativa. Así que tras desembarcar en la isla todo me lo tomé y vi con suma sencillez. Me alquilé una motilla para turistas y enseguida me encontré filmando un sol anaranjado encajándose sobre un islote rocoso, en el mar de Poniente, y una luna llena sobre un cielo aún azul, por encima del mar de Levante. Una mañana, conduciendo la moto, en la perspectiva de una estrecha y recta carretera, vi emerger un faro. Tengo que reconocer que el hecho de que esta imagen me recordara a una erección no me interesó nada. No quería sexo para Lucía. Aparqué la moto junto al faro y, caminando hacia el borde del acantilado, me detuve asombrado ante un gran agujero, de unos dos metros de diámetro, socavado en la roca del suelo. Voy a pararme aquí porque esto tiene una buena pinta, pensé, y enseguida volví a apartar la graciosa relación sexual entre este agujero y el faro. En aquel primer descubrimiento, lo que surgió de mi inclinación al absurdo fue imaginarme toda la isla agujereada por dentro, tanto que no existía ni un solo trozo de roca que la uniera al del mar.
En Madrid, ya en pleno invierno y con pocas horas de sol, me sumergí en escribir el pasado de los personajes de la isla: el de Lorenzo, el escritor, pero sobre todo el de Lucía. Desde el principio me dejé llevar por una idea, el sexo, como si fuera una corriente profunda que pasaba por allí (aunque supongo que me la había traído del acantilado) y nos arrastraba a todos a la vez, en diferentes posturas. Sentí que había descubierto el motor de la historia, y eso me animó muchísimo.
Trabajé los personajes por separado, ya que no se conocen, y a cada uno le fabriqué su propio entorno. Escribía muy rápido, de manera automática, y sin preocuparme por el estilo, disfrutando de la sensación de estar explorando en la intimidad de vidas ajenas; ajenas en el sentido de lejanas a la mía. Pronto aquello se convirtió en una especie de novela, más bien una gruesa crónica de personajes, el documento de varias vidas entrecortadas de las que me fui apoderando. Aquí aparece una de las claves de Lucía y el sexo, la licencia del escritor para manipular destinos, añado, sin peligro aparente para nadie, incluido él mismo. En la relación entre quien fabrica la ficción y quien la recibe, existe, con el acuerdo de ambos, una estrechísima relación de intimidad. Al descubrir de qué manera se necesitaban mis dos únicos protagonistas de esta historia, su relación sexual se convirtió , como inevitable continuación, en una fiesta privada, un despegue hacia la felicidad. Es así como cobró todo su sentido la idea misma de el sexo, desde su lado más encantado, tirando a naïf. Y yo sentí que quería verlo todo de cerca, sin elipsis (en otros casos tan necesarias e intentadas), para mostrar cómo se podían enamorar mis personajes a través de su agitada relación sexual.
Un año más tarde ya había rodado la película, no con aquella cámara digital de mano, sino en un revolucionario sistema de alta definición. La posibilidad de trabajar cómodamente en condiciones extremas de luz y poder usar los metros de “película” sin medirme, entonaban con la idea de facilidad y ligereza de mi primer viaje a la isla. Tengo que decir que en cuanto a la mecánica de rodaje, no me sentí precisamente más ligero, pero sí más libre, con menos limitaciones técnicas. Y Lucía es, de todos los personajes de mis películas, a la que más quiero.

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