ESPECTáCULOS
› “LA PRUDENCIA”, DE CLAUDIO GOTBETER, EN EL BAR TUÑON
El exterior como una amenaza
En esta pieza, tan breve como efectiva, María Urdapilleta, Fernando Noy y Eduardo Santoro le dan vida a tres mujeres al borde mismo de la alienación por el complicado tema de la inseguridad urbana.
El desorden mental que produce en dos mujeres el temor a ser asaltadas, sumado a otros males, como el de querer aparentar hallarse indefinidamente enfermas (y siempre una más que la otra, como es característico de los hipocondríacos), es el eje de esta pieza breve de Gotbeter, cuya acción se desarrolla en la casa de uno de los personajes, Trinidad, durante un brindis de fin de año. Sumidas en un raro letargo, las damas se espabilan de tanto en tanto para beber un trago y desearse felicidad. Esperan a otra mujer, Nina, quien, al igual que en celebraciones anteriores, completa este trío de señoras sobre las que el espectador no tendrá otra información que la que surja en escena. Nina (Fernando Noy) llega finalmente, pero por aquello de que el loco lo pierde todo menos la razón, las desequilibradas se imponen. Escudadas en la necesidad de ser prudentes, demoran en abrir la puerta, atrancada con varios pestillos. Atentas a la presencia que está detrás de la puerta, tejen toda suerte de conjeturas, urden malicias y falsedades, presas del pánico que sienten por todo lo que provenga de afuera. En este punto, el autor no desdeña el lugar común y menos el disparate, sea éste siniestro o risueño.
Aunque el espectador nada sabe de estos personajes, es probable que los asocie a un entorno destructivo y deformante, a un micromundo donde la pasión fue sustituida por la parodia. De ahí tal vez el distanciamiento que producen estas mujeres que reúnen rasgos de víctima y victimario. Queda por dilucidar si Nina responde a ese esquema. Nunca se sabrá. Lo cierto es que a ella le toca verbalizar el temor de las otras, cuando exclama “¡Déjenme entrar! ¡Están locas!”. De todos modos, la resolución no depende aquí de qué cosas se digan sino de la temperatura que haya alcanzado el miedo compartido de las refugiadas en el interior de la casa.
Esas señoras –envueltas al comenzar la obra en una serena molicie— son Margarita (María Urdapilleta) y Trinidad (Eduardo Santoro). En el espacio que el Teatro Tuñón destina a la platea, el público –agrupado ante pequeñas mesas, a la manera de un bar– ríe frente a esa inicial melancolía que poco después, en rápido giro, verá transmutada en siniestro arrebato. El texto de Gotbeter descansa en todo caso en una descripción forzadamente simplista de un imaginario femenino que se derrumba. De un universo donde parece no tener cabida la inocencia, y donde el peligro es atribuido a lo que viene del exterior, aquí simbolizado en quien llama a la puerta. Quizá por eso el foco parece puesto en las actuaciones, antes que en el desarrollo de la acción. En este punto, el autor, responsable del montaje, no logra instalar la impresión de un peligro inminente. Es así que los timbrazos, que suenan insistentes y a destiempo del ademán del actor, son apreciados como una broma y no como una invasión de dominio, de esa casa que las mujeres quisieran ver convertida en fortaleza.
Por esto mismo, son las actuaciones las que definen el nivel de la obra. Un trabajo que se agradece es la composición de María Urdapilleta, actriz capaz de mutar bruscamente un gesto manso y luminoso por otro enloquecido y cruel. El vigoroso fraseo de su voz contrasta de modo terminante con el decir de sus compañeros: el de un Santoro que apuesta al medio tono, adecuado a su entontecido personaje (dominado por Margarita), y el de Noy, quien expresa el desconcierto de su Nina con un gesto de asombro congelado pero coqueto, y sesea de modo incomprensible, justamente cuando su personaje debiera ser el más despojado de rasgos que lo encasillen fácilmente. El más ambiguo, si se prefiere, puesto que –como se insinúa en un pasaje– él mismo es portador de un enigma. En medio de tanto desequilibrio, la música que ilustra la obra suena idílica, más todavía cuando los elementos en juego resultan hostiles. Estos son, básicamente, los de un entorno social agresivo que genera extrema desconfianza, o prudencia desmesurada, como lo prueban estas amigas (que extrañamente no se tutean) dispuestas a “no contaminarse” ni permitir intrusiones.