ESPECTáCULOS
› EBER LUDUEÑA, DE LAS CANCHAS DE FUTBOL A LA PANTALLA DEL CABLE
El raro éxito de una “motosierra humana”
Detrás de su peinado y bigote años ‘70 se esconde el humorista Luis Rubio, pero el personaje lo ganó todo: desde “Mar de fondo”, Eber Ludueña se convirtió en nueva figura del fan televisivo del fútbol, que encuentra en su historial de defensor quebrantahuesos la otra cara del exitismo argentino.
› Por Emanuel Respighi
Nunca sintió la emoción de convertir un gol, pero esa falta nunca le quitó el sueño: nadie le roba la infinidad de veces que sintió el éxtasis al escuchar el sonido de una lesión provocada a un contrario. “Esa es música para mis oídos”, dice, no sin emocionarse. Es que Eber Carlos Ludueña (el apócrifo ex jugador de fútbol que Luis Rubio interpreta en “Mar de fondo”) es un referente orgulloso del juego brusco: la Asociación Argentina de Arbitros lo acaba de “premiar” con la Gran Tarjeta Roja por considerarlo “el jugador más violento de todos los tiempos”. Su trayectoria avala la distinción: jugó en total 111 partidos en primera, en los cuales recibió 25 tarjetas amarillas y 37 rojas directas. En su partido despedida, el árbitro le regaló un penal para que se retirara con una sonrisa, una mueca esquiva a lo largo de su carrera deportiva. Pero ni así Eber pudo aprisionar aquella ofrenda. Aunque minutos más tarde logró lo imposible: llenar su boca de gol.
La historia (ficcional, claro) dice que Eber nació el 4 de abril de 1954. O sea: el 4/4/54. Todo un vaticinio, ya que el 4 sería el número que llevaría estampado en la camiseta de los diez clubes que lo contrataron, donde en la mayoría jugó por el 20 por ciento. Sus dos apodos sintetizan su juego: “Motosierra humana” y “Terror de los arqueros (locales)”. Pero Eber niega su fracaso. Más bien lo inscribe en una “operación de prensa ideada por algunos periodistas maliciosos que estaban diciendo cosas sobre mí que no son ciertas”. Por eso decidió publicar La pavota no se mancha (Editorial Distal), la biografía en la que se decide a contar toda la verdad sobre su vida y su carrera. “Quiero taparles la boca a todos los que hablaron gansadas”, subraya en una desconcertante entrevista con Página/12.
–¿Cómo fueron los comienzos futbolísticos de Eber Ludueña?
–En mi infancia me gustaba mucho la pelota–paleta y lo practicaba con mucho empeño, pese a que no era muy buen jugador. Después empecé a ver que los futbolistas tenían más repercusión: firmaban mejores contratos, hacían publicidades de slip –tal el caso de Sergio Goycochea– y tenían mujeres que eran modelos famosas. Todo lo contrario a los jugadores de pelota-paleta, que desconocen el sabor de estos placeres, dada su paupérrima condición. Esas tentaciones me llevaron a cambiar y dedicarme al fútbol profesional.
–¿Cuál fue el mayor elogio y el peor insulto que recibió?
–Guardo infinidad de artículos periodísticos. El día que debuté, la revista Goles dijo sobre mí: “Entró a los 66 minutos. No se notó”. Me acuerdo de aquellas líneas y todavía me emociono, porque fue un apasionante partido Ferro 0-Platense 0. También conservo un recorte de mi último partido, en el que mi nombre aparece en el banco de suplentes junto a Olarán, Carrascosa y Avdeneve. Y los insultos me acompañaron siempre. Tuve constantes fatalidades. El peor, que me dolió hasta el esternón, fue cuando hice mal un lateral. Porque los laterales eran uno de mis puntos fuertes, los sacaba muy bien. Fue en un partido muy chivo entre Douglas Haig e Independiente, tenía las pulsaciones al palo. Estaba en las 90/95 por minuto.
–La leyenda dice que Eber Ludueña tenía dos vidas paralelas: una futbolística y otra privada. ¿Qué hay de cierto de los excesos?
–Tuve excesos, es verdad, como cualquier futbolista. Usted sabe de mi problema con ese polvillo blanco que me dejaba muy duro: el yeso. Era adicto al yeso y lo buscaba. Hasta tuve un canje con una amiga traumatóloga, en la que yo la proveía de lesionados graves sin ningún tipo de esfuerzo y ella me conseguía unos gramos de yeso. Y en mis años de mayor psicodelia y locura, llegué a inyectarme con sandía y vino mientras escuchaba música progresiva a fines de los ‘70. Era muy doloroso, sobre todo inyectarme las semillas de las sandías, que son enormes.
–¿Y qué puede decir de los tantos amores que se le adjudicaron, Eber?
–Es una pregunta muy dura la que me hace. El amor de mi vida fue Mabel: fruto de ese amor nació Eber Vicente. Pero lamentablemente se fue con mi preparador físico. Nunca se lo perdoné... al preparador físico. Tuve romances con las figuras del momento: Silvia Peyrou, Elena Sedova, Coni Vera, Alejandra Da Passano, Rita Terranova y hasta las hermanas Serantes. Algunos romances fueron verdaderos y otros inventados. Se prendían un poco de mi fama para lograr trascendencia... Pero bueno, son cosas que las estrellas las tenemos asimiladas.
–¿Cómo hizo convivir a estos dos mundos?
–No me caractericé nunca por la disciplina. Aunque, como profesional que era, tenía ciertas normas inamovibles: por ejemplo, jamás fumé en un entretiempo de un partido. No quería fumar porque quedaba mal, era una falta de respeto. Como siempre me gustó la noche, me escapaba de las concentraciones para ir a bailar a los boliches: Club 74, Mau Mau, Pinar de Rocha... Para escapar inventaba que se me moría una tía mía, al punto que la maté como cuatro veces. Con decirle que el día que murió tuve que pedir permiso para ir a bailar y así poder llevar mi dolor al entierro.
–¿Cuál es la diferencia entre “la boba” de Andrés D’Alessandro y “la pavota”, una jugada característica suya?
–Aunque ambas acciones conllevan movimientos físicos similares, tienen diferentes fines. Mientras la de D’Alessandro persigue el fin de engañar al rival, eludirlo y seguir para adelante, la mía tiene fines disuatorios y provocativos: le muestro la pelota al rival y cuando éste se acerca para quitármela, la abro para un costado y espero al rival para aplicarle sutilmente una plancha a la rodilla. Sin importar dónde quedaba la pelota, claro. Porque a mí nunca me gustó avanzar en el campo de juego, crucé la mitad de cancha en contadas ocasiones. Pero abajo era un león en todo sentido. Era muy difícil enfrentarse conmigo: no discriminaba. Cuando juagaba yo, todos temblaban. Hasta mis compañeros.
–En el imaginario popular existe un mito que dice que los futbolistas conquistan mujeres “chapeando” su condición de profesionales. ¿Usted utilizó ese medio para conquistar a una mujer?
–A mí, por suerte, Dios me dotó de un físico espectacular, único, privilegiado. Aunque reconozco que tenía una estrategia infalible: encaraba con un stereo bajo el brazo y las llaves del Opel K 180 o del R12, porque esos símbolos hablaban de un tipo de cierto poder adquisitivo, de cierto nivel. Y “chapeaba” con la fama... de los otros. Trataba de entrar a los boliches con algún compañero famoso, o al menos buscaba un titular. Ser suplente durante toda mi carrera no me favorecía.
–¿Cuál fue la diferencia entre las carreras deportivas de Diego Maradona y Eber Ludueña?
–Que Maradona tuvo un mejor gerenciamiento de sus productos.
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