ESPECTáCULOS
› EL NUEVO MINISTRO DE CULTURA DE BRASIL
Ningún Gil
La designación de este bahiano de 60 años tiene una repercusión fortísima hacia adentro de la cultura brasileña: se trata de un transgresor de fuste, que no sólo fue uno de los padres del tropicalismo sino que brindó auténticas batallas en pos de un país más tolerante, más justo y más alegre.
“El carácter trágico de todo gobernante reside en que debe mover la historia o ser enterrada por ella”
Gilberto Gil
En los duros años 70, fue detenido, juzgado y condenado por problemas con las drogas. O para decirlo con una imagen de Keith Richards –”nunca tuve problemas con las drogas, sólo tuve problemas con la policía”–, por problemas con los hombres que representaban a la ley durante una dictadura militar. La primera vez que lo detuvieron, en 1972, debió exiliarse y eligió Londres. La segunda vez, en 1976, aceptó un juicio y logró que lo condenaran a una rehabilitación ambulatoria. Una vez lo acusaron de poseer psicotrópicos. La otra de ser usuario de marihuana. Una y otra vez repitió que las autoridades reprimían lo que no conseguían entender, que era la aparición en escena de una nueva generación, que intentaba cortar amarras con el pasado, por lo que pensaba, actuaba, se vestía y creaba con parámetros que adelantaban. En los 80 fue besado en la boca por un hombre, nada menos que Caetano Veloso, su compañero en el primer arresto y en el exilio londinense, al asumir un cargo público, el de Secretario de Cultura de Bahía. El más prestigioso diario estadounidense dijo que eran bisexuales y ambos le iniciaron un juicio, que ganaron. El diario no se vengó, como hubiese ocurrido en la Argentina: habla maravillas de ellos.
Poco antes de ser designado ministro, editó en disco un tributo excepcional a Bob Marley, figura central del culto del reggae, que en todo el planeta se relaciona con el consumo, sagrado para los rastas, de cannabis. Más de treinta y cinco años antes de eso, dejó, en los tramos finales, una carrera de Administración de Empresas para dedicarse al arte, cuando era pobre y desconocido. Entre la bossa nova y The Beatles vivía en un mundo de inspiración y elevación que le permitía sentirse demasiado soñador para la rutina de las oficinas. Pero por sobre las anécdotas de una vida rica, intensamente vivida, y por sobre las características antropofágicas de su formación artística, Gilberto Gil es uno de los pensadores más originales y comprometidos que haya parido la escena pública brasileña de los últimos cuarenta años. Y en simultáneo, un ciudadano supercomprometido, del que Darcy Ribeiro dijo que era el hombre más indicado que conocía para representar en la política brasileña “la voz del pueblo”.
Gil no ha volcado en ensayos publicados en libros su pensamiento, original y profundo, sobre la realidad, y la irrealidad, de Brasil, sino en un corpus impresionante de canciones, que hoy bordea las 500 piezas. Ha pensado y repensado, desde perspectivas cambiantes y a veces contradictorias, su lugar en el mundo, pero desde una condición fija: su negritud. Se ha dicho siempre de izquierda, aunque de una izquierda sin dogmas, de esa izquierda que aspira a propulsar todos los cambios necesarios sin saberse de memoria los libretos. De esa izquierda que considera su deber ayudar a que el mundo abra las puertas de su percepción. “Las personas no son siempre iguales”, afirma este ex alumno de un colegio de los Hermanos Maristas, criado en el interior profundo del Estado de Bahía. “La naturaleza no tiene líneas rectas y su constante es la transformación. No hay por qué ambicionar la perennidad, la estabilidad.” Por eso, subraya, siente que cuando se lo define, se lo confina. Que se lo confunde con aquellos que se precian de no haber cambiado nunca.
Por ejemplo, podría decirse que primero, en los años 80, apoyó la carrera de Lula, que después llamó a votar por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, que más tarde dijo que se sentía decepcionado por la política, que un tramo más adelante se hizo ecologista del Partido Verde,y que luego se convirtió en un referente de la llegada a la presidencia de Lula. Pero en ese recorrido también está claro que le importó mucho más ser honesto con sus cambios de criterio –acompañando un proceso de la sociedad que integra, que en buena parte ha financiado su existencia, al convertirlo en un ídolo popular– que fiel a sus errores. “Tal vez el simple e ingenuo acto de solidarizarme con la tragedia humana, y mi preocupación por las transformaciones del hombre y la sociedad, me hicieron la clase atípica de político que soy, un político al que le interesa la gente y no política”, razona. “Pero sólo tal vez, porque un ser humano es muchísimo más complejo que lo que sus palabras y sentimientos consiguen expresar.”
Que un hombre de sus bemoles, con su historia personal de exabruptos y desafíos, pero también de concesiones y acuerdos, se haya convertido en el ministro de Cultura de Brasil es un hecho sin precedentes en la historia de Latinoamérica. Nunca un negro llegó tan alto en el esquema político de un país sudamericano, ni lo hizo tan por afuera del sistema de la política tradicional. No hay equivalente para pensar un proceso así en la Argentina, como pasa cuando se analiza la figura de Lula. Las resonancias internas del nombramiento de Gil en Brasil podrían compararse con las que tendría la eventual designación de León Gieco como ministro de Cultura de la Argentina, donde ese cargo no existe. Pero la resonancia no estaría completa si León Gieco, además de ser lo que es, de representar lo que representa, fuese negro, en un país en que su raza es abrumadora mayoría pero parece condenada a destacarse sólo en los deportes, la música popular, los rituales del carnaval, las páginas de policiales y los índices de pobreza.
Brasil es, por su cantidad de habitantes, la segunda nación negra del planeta Tierra, detrás de Nigeria. Pero nunca tuvo presidentes negros, como Estados Unidos, ni ministros negros, salvo Pelé, que por un breve tiempo cumplió funciones decorativas y poco, o nada, hizo por su raza. Tuvo, tiene y tendrá, negros apaleados por el sólo hecho de ser negros, como bien describió Gil, junto a Caetano, en el tema “Haití”, incluido en Tropicalía 2. La anécdota del tema sirve para pintar a Gil. Un día, en la casa que el músico tiene en Salvador, cerca del Pelourinho, en el marco de una trifulca, la policía bahiana cargó contra los que consideraba culpables. Pese a que en la pelea habían intervenido blancos, la policía reprimía preferencialmente a los negros. Les pegaba, escribieron ambos luego, como sólo se les pega a los negros o a los pobres, que en Brasil es lo mismo. El estribillo del tema dice sencillamente que “Haití es aquí”. Brasil es Haití, para un negro. Esos negros, pensaron los músicos, que aquel día celebraban un cumpleaños de Gil, eran los bisnietos o tataranietos o los choznos de aquellos que, en el mismo lugar, eran rematados como esclavos, cuando Brasil era una colonia de Portugal. Para peor, algunos de los policías que les pegaban a los negros también eran negros.
Veinticinco años antes de aquel cumpleaños del hoy ministro que terminó en la composición de “Haití”, Caetano había golpeado a la puerta de su casa, en Salvador, absolutamente descontrolado por una novedad. Gil estudiaba por entonces administración de empresas y Caetano filosofía. Era 1958 y el futuro estaba por hacerse. Caetano acababa de escuchar en una disquería del centro “Chega de saudade”, por Joao Gilberto, y había sentido que el corazón le estallaba. Corrió hacia la casa de su amigo porque era la máxima autoridad musical que reconocía. Gil lo miró a los ojos y, divertido, le dijo que llegaba tarde, que ya había escuchado varias veces aquel disco de 78 revoluciones que cambiaría para siempre sus vidas, además de la historia completa de la música brasileña, porque dispararía la bossa nova.
Desde entonces en adelante, incluida una época en que fueron concuñados, Gil y Caetano estarían siempre juntos, aunque no mezclados. Caetano sería por siempre el impulso, la voluptuosidad, el ímpetu dionisíaco, lasensualidad perturbadora. Gil aportaría el razonamiento, la disquisición, la alegría combativa, la conciencia de la negritud. Construyeron carreras en paralelo, grabaron cada uno más de 35 discos y se besaron en público en los labios el día que Gil fue nombrado secretario de Cultura de Salvador porque se consideran familia y, además de eso, cómplices. A Gil la escena pública le tienta: no en vano estudió administración, suele bromear. Su primera medida pública como secretario de Cultura de Salvador fue pedir al gobierno nacional 800 millones de dólares para restaurar el Pelourinho, el viejo barrio de esclavos. Se los dieron. A Caetano le divierte que a Gil le tiente la arena política pero lo acompaña en el sentimiento. Sólo lo acompañaría un día en la práctica si Gil fuese presidente. Así Caetano sí trabajaría de ministro de Cultura.
Hace poco menos de una década un periodista de The New York Times, asombrado por la liberalidad de Brasil, que está directamente ligada con su carácter de país tropical, contó en una nota que dos de sus máximas figuras culturales podían vestirse con ropa de mujer o besarse en la boca sin sufrir por eso una condena social. En Brasil, concluyó, la bisexualidad es normal. Gil contestó que esa era una típica visión perdonavidas e ignorante de un país que se cree gendarme del mundo. Juntos le iniciaron al medio más poderoso del mundo un juicio en los estrados estadounidenses y lo ganaron. Luego donaron el dinero a una organización de caridad. Poco después, en una entrevista para la revista Caras de Brasil, que era una obvia respuesta a lo que consideraban una afrenta estadounidense, Gil contó que le gusta vestirse de mujer y que por eso siempre ha compartido ropas con sus esposas. “Me miro al espejo y veo que mi lado derecho es masculino y mi lado izquierdo femenino. Y no me molesta ser identificado con la sexualidad femenina. Pero ocurre que, tal vez por esas casualidades de la vida, no soy bisexual ni homosexual. Soy heterosexual. Por eso no me gustan las visiones estereotipadas de lo femenino que hay en mí.” Los ecos de aquel episodio latían aún cuando Caetano, en el texto “Americanos”, que solía leer en sus espectáculos de presentación de Fora da orden, afirmaba que para los estadounidenses negro es negro, macho es macho y mujer es mujer.
A veces, por Caetano, Gil, que tiene siete hijos, varios matrimonios y hasta nietos, se descontroló. Como en aquella famosa ocasión en que el público de un festival silbaba el tema “Alegría, alegría”, con que Caetano aspiraba a ganar el primer premio, en la ebullición del último lustro de los 60. Gil salió al escenario y, sencillamente, se dedicó a insultar a la gente, gritando: “Ustedes son un público de mierda. No se merecen a Caetano. Ustedes atrasan”. Unos años después de aquel incidente, juntos se exiliaron en Londres a la fuerza, cuando la dictadura militar los subió de prepo a un avión, después de encontrarles sus dosis personales de marihuana durante un allanamiento al hotel donde se alojaban, en una gira. Los músicos jamás negaron que fumaban marihuana, ni por eso aceptaron como justa la medida de la dictadura. “Les molestaba no poder controlar lo que no entendían y la marihuana fue una excusa”, sintetizó Gil. Los tres años de exilio en el Londres de mediados de los 70 resultaron para ambos una escuela musical impresionante, que fue notándose, según sus diferentes ritmos de procesamiento, en su obra posterior. Sólo que desde entonces a ambos les cuesta dejar Brasil por mucho tiempo. Extrañan como sólo extrañan los brasileños, que extrañan tan distinto, tan dulce y sostenidamente, que inventaron para esa sensación una palabra que no puede traducirse bien, como saudade.
Los que conocen la obra de Gil saben que está habitada por casi todos los géneros internacionales de los últimos cincuenta años, sin ningún miedo a las mezclas o a las fusiones. Saben también que su número vivo es de una vitalidad impresionante, muchas veces inolvidable. Que si hay algo que lo define es la falta de preconceptos: puede hacer lo mismo un tema pasatista de Stevie Wonder como cantar una canción en homenaje al Che Guevara, sin bajar nunca la tensión estética o creer que hay en la tierramúsica que se resista a ser bailada. Gil, que tiene hoy 60 años, cree que si llegó a la política con ese background, o por ese background, no debe archivarlo. “Caetano dice que yo soy excelente combinando buenas ideas con soluciones burocráticas”, afirma, pero al mismo tiempo dice que sigue siendo un tropicalista, es decir un hombre que cree en “la libertad, la pluralidad, la individualidad, el poder de lo irracional, la aventura y en cierta racionalidad necesaria”.
A tres semanas de su arribo al ministerio, sus palabras sobre el credo tropicalista pueden ser leídas, también, como un mensaje a la estructura del gobierno, en que tiene enemigos obvios para alguien que viene de una militancia sin partidos, que no hizo fortuna con su carrera, y que no firma ningún manifiesto que no haya escrito. A tal punto no hizo fortuna que antes de aceptar el cargo habló con Lula para pedirle permiso para cumplir con sus compromisos profesionales ya contraídos, para que su situación económica personal no se derrumbase, ya que hasta hoy vive del cachet que cobra por sus shows y de sus derechos de autor. “Yo siento que represento –dice– a grandes continentes humanos que fueron excluidos de la vida moderna por la política del poder. Necesitamos un proceso de inclusión social cada vez mayor y cada vez más fuerte para poder sacarlos de la condena a la que están sometidos.” Además de eso, siente que a veces, antes de las grandes decisiones, conviene consultar el I Ching.
Jorge Amado escribió que en su música “hay altivez de rey negro, sudor de trabajador del puerto y de las fazendas, la marca honda de la tierra cultivada y de la catinga seca, un perfume agreste”. Pero además, subrayó el notable autor de Los capitanes de la arena y Teresa Batista, cansada de guerra, en Gil siempre asoma, aun en sus registros más festivos y maliciosos, “la marca de las cicatrices del tiempo antiguo, los ecos de los barcos de negreros y del mercado de esclavos”. Para Gil eso es un halago: cuando asumió su anterior cargo público, su primer viaje fue rumbo a Beni, Africa, desde donde llegaron la mayoría de los esclavos a Bahía. Abrió allí una Casa de la Cultura Bahiana y lloró en silencio, pensando en el trayecto de aquellos campesinos africanos que terminaron sus días rematados en el empedrado del Pelourinho por donde hoy pasean millones de turistas por año. Entre esos esclavos estaban sus bisabuelos.
El domingo pasado, en el texto suyo que Página/12 publicó, utilizando partes centrales del discurso que leyó al asumir como ministro de Lula, Gil subrayó que el Estado brasileño nunca estuvo a la altura del nivel cultural de su pueblo, acaso pensando en una idea que Caetano formuló así: “Ojalá Brasil se merezca alguna vez haber parido un artista como Joao Gilberto”. Gil escribió que Brasil tiene “una cultura diversificada y plural, como un verbo conjugado por personas distintas en tiempos y modos diversos”. Esa cultura, subrayó, es “tropical y sincrética, tejida al abrigo y a la luz de la lengua portuguesa”.
Una cultura así se merecía un ministro así, un ministro tropical y sincrético.