Sáb 01.02.2003

ESPECTáCULOS

Un nuevo juego siniestro del Periférico de Objetos

› Por Cecilia Hopkins

Todo aquel que haya asistido por lo menos a dos espectáculos del Grupo Periférico de Objetos habrá notado que el “universo periférico” se constituye sin excepción en paisajes desolados y atemporales, animados por actores y muñecos en particular sintonía estética. Pareciera que la humanidad que retrata este grupo en sus montajes es la que corresponde al minuto que precede a su disolución total. O al instante que antecede a su renacimiento, aunque de este resurgir sólo pueda esperarse la reactivación de un ciclo tan perverso como irremediable. Mundos ásperos y sombríos como el de los entierros y exhumaciones atávicas de El Hombre de Arena (1992), los actos impiadosos de los personajes de Máquina Hamlet (1995) o las metamorfosis de hombres en insectos de Zooedipous (1998).
En un libre juego que asocia pasajes y personajes extraídos de contextos literarios diversos –Alfred Jarry, Samuel Beckett, E. T. Hoffman, Heiner Müller son algunos de los autores abordados por el grupo-. El Periférico se las ingenia para que un gélido sentido del humor atraviese toda situación, aún la más perturbadora. Partiendo esta vez de la obra del austríaco Karl Kraus (especialmente de Los últimos días de la humanidad, de 1919) inspirada en los horrores cívicos y militares de la Primer Guerra), el Periférico presenta en La última noche de la humanidad, (con dramaturgia y dirección de Emilio García Wehbi y Ana Alvarado) un díptico que plantea la muerte y el renacimiento de la raza humana.
El primero de los cuadros (Opereta apocalíptica e hidrocefálica) expone un cúmulo de cuerpos confundidos unos con otros, embarrados despojos de una catástrofe. Sin embargo, de ese paisaje devastado surge la posibilidad de recuperación: los torpes movimientos de unos seres con apariencia infrahumana marcan el inicio de las actividades de un cuerpo social que se reintegra a la vida. La música tiene el efecto de reavivar lo que parece una antiquísima tradición de sumisiones y liderazgos que opera sobre el conjunto, como es de imaginar, reactivando unos vínculos signados por renovadas crueldades y violencias. Es en el segundo segmento del espectáculo (White room) donde el grupo parece haber pegado un giro hacia otra forma de teatralidad. Ya no hay muñecos manipulados por personajes sino cinco personajes manipulados por una voz autoritaria. El puñado de rehenes permanece encerrado en una habitación blanca y aislada de todo, al mando de esa voz que les habla –y los obliga a hablar– en inglés. Como en un rutinario reality show, allí también hay pruebas a las que es necesario someterse, así como existe la posibilidad de expresar solidaridad o indiferencia y alternar hastío y languidez con la más inútil de las rebeldías. Se trata de una sucesión de escenas –algunas excedidas en tiempo– que ilustran una humanidad embrutecida y agotada a fuerza de sufrir un bombardeo de estímulos insensatos. En relación al código utilizado por los actores, las situaciones más explícitas y “naturales” son las que menos aportan. La vuelta de tuerca se hace esperar pero finalmente –con la consumación de un crimen real– aparece la marca de lo siniestro en un registro inequívocamente periférico.

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