Dom 16.02.2003

ESPECTáCULOS  › FRANK ABAGNALE, EL HOMBRE QUE INSPIRO LA PELICULA DE SPIELBERG

El estafador estrella

Era sólo un adolescente cuando se hizo pasar por piloto, médico y abogado y consiguió millones de dólares con cheques falsificados. Steven Spielberg llevó su historia al cine, en una película aún no estrenada en Argentina. Aquí, el verdadero estafador.

Por Duncan Campbell*
Desde Los Angeles

El hombre que está en la habitación del segundo piso del Four Seasons en Beverly Hills dice que es Frank Abagnale, pero ¿cómo saberlo? Después de todo, también fue Frank Williams y Robert Monjo y Frank Adams y Robert Conrad y quién sabe cuántos más durante su carrera como uno de los estafadores más exitosos del mundo. Pero tiene una sonrisa y unos modales tan encantadores que parecería descortés pedirle prueba de su identidad.
Hace treinta años ese encanto lo ayudó a convencer a la gente de que era un piloto, un doctor y un abogado, aun cuando era todavía un adolescente. Ese encanto también persuadió a cajeros de banco y recepcionistas de hotel de convertirle en efectivo cheques falsificados que sumaron varios millones de dólares y le permitieron volar por el mundo y vivir en una fantasía, alojado en los mejores hoteles de decenas de países. Ahora esta extraña historia se convirtió en Atrápame si puedes, una película de Steven Spielberg, en la que Leonardo DiCaprio hace de Frank Abagnale.
La película se toma algunas libertades con los hechos, entonces cabe preguntarse cuál es la verdadera historia de Abagnale. Hijo del dueño de una tienda en Nueva York y de una francesa, Abagnale se escapó de su casa como adolescente porque estaba muy alterado por el divorcio de sus padres. Cautivado por la visión de la glamorosa tripulación de una aerolínea que salía de un hotel, decidió convertirse en piloto, sin la molestia de tener que aprender a pilotear. Se consiguió un uniforme, falsificó los papeles y pronto estaba viajando gratis en el asiento extra de la cabina, charlando con pilotos reales. Para información de pasajeros de avión nerviosos, nunca realmente voló un avión.
Abagnale pronto se dio cuenta de que la gente cree cualquier cosa si uno lo presenta con suficiente convencimiento. De modo que se inventó calificaciones médicas y se encontró supervisando el equipo nocturno de un hospital, aunque su conocimiento de la medicina no iba mucho más allá de cómo abrir un frasco de aspirinas. Luego se reinventó como abogado. La credibilidad que le dieron esos trabajos le permitió hacer efectivos sus cheques falsos, pero eventualmente lo atraparon y estuvo preso en Francia, luego en Suecia y en Estados Unidos, donde cumplió cuatro años en la cárcel.
Desde entonces, volvió a convertirse en millonario, esta vez honestamente, como asesor de compañías y gobiernos: enseña cómo evitar ser estafado y cómo hacer documentos y cheques a prueba de estafas. En 1980, apareció un libro que escribió con ayuda de un profesional sobre su vida y vendió los derechos para el cine. Hubo conversaciones en las que intervinieron Tom Hanks y Matthew Broderick, pero la película no se hizo. Años después, Spielberg, que había leído el libro, se hizo de los derechos.
Parte del acuerdo que Abagnale firmó hace tantos años lo obligaba a ayudar a publicitar el film. Así que eso está haciendo, aunque con ciertas resistencias. “A los 54 años esto es más difícil de manejar que cuando uno tiene 28 y es mucho más egocéntrico”. Sin embargo, disfrutó el tiempo pasado con Spielberg, DiCaprio y Hanks.
“La percepción es la realidad”, dice Abagnale, con esa sonrisa grande, cálida. “Cuando empecé a fabricar esos cheques, si alguien con sentido común los miraba se hubiera reído en mi cara. Pero sólo miraban al piloto frente a ellos que decía: “¿Me hacen efectivo este cheque?”. La diferencia hoy es que cuando yo pasaba esos cheques, el 90 por ciento era la presentación y el 10 por ciento era el cheque. Hoy es a la inversa. Con copiadoras, scanners, digitalizadoras e impresoras de chorro de tinta uno puede hacer el cheque más hermoso del mundo, de modo que no tiene tanta importancia el estafador”.
La vida del estafador era solitaria, dice, porque no podía confiar en nadie. En una ocasión, cuando le contó a una novia la verdad, ella lo delató y tuvo que huir. “Fue la única a la que le dije la verdad y me traicionó. Siendo un chico, me tomé eso como quien dice ‘no se puede confiar en nadie y si uno no es un doctor o un piloto o un abogado no le interesa a la gente’. Eso me convenció a no hacerle confidencias a nadie. A mi alrededor todos eran mayores. Las chicas con las que salían eran de 25 (muchas de ellas azafatas) y yo tenía 17 aunque parecía mucho más grande. El único momento en que era realmente yo era en mi dormitorio. No había amigos reales porque todos creían que yo era otra cosa”.
Aun sus hermanos desconocían su vida de fantasía. Su hermano mayor estaba con los marines, su hermana en una escuela especial por una discapacidad física y su hermano pequeño era 11 años más chico.
Abagnale dice que el mundo se volvió más deshonesto. “Hoy la gente es extremadamente poco ética. No enseñamos ética en la escuela porque los maestros temen ser acusados de enseñar moralidad. No conozco ninguna universidad que tenga un curso de ética, o tal vez enseñan sobre la ética hace 300 años, que no tiene relevancia para la ética en el mundo de los negocios hoy. Soy un firme convencido de que por eso tenemos los Enrons y los WorldComs”.
Habiendo experimentado tres diferentes sistemas de cárcel y una temporada dura en Francia, Abagnale tiene su propia visión sobre cuál funciona mejor. “El sistema francés era muy disuasivo. Aquí (en Estados Unidos) yo estaba en una prisión federal donde había películas los fines de semana, un curso de golf en miniatura, tenis, aire acondicionado. Había mucha gente que vivía mejor aquí de los que lo hacían en la calle. Los franceses tienen condenas más cortas y es mucho más efectivo. Las sentencias aquí son largas y no logran nada.”
Pero él aún no puede resistirse a probar el sistema. Antes del fin de la entrevista había enseñado a los periodistas a enviar una carta sin usar estampilla y a conseguir un lugar en un vuelo que ya está lleno.
Algunos críticos dicen que la película tiene una actitud muy relajada hacia el delito. Abagnale lo defiende. “Es una película sobre el divorcio y su efecto en los niños, sobre la inocencia de esas épocas –uno podía decirle a alguien quién era y le creían, no había guardias de seguridad o policías en lo aeropuertos– y aquellos tiempos nunca volverán. Es una película que dice que uno será atrapado y sufrirá las consecuencias, y sobre todo, es sobre la redención: uno puede cometer errores y levantarse y hacer algo muy positivo con su vida.”
Lo que, por supuesto, es lo que él hizo: devolvió buena parte de lo que había robado y prestó sus servicios gratuitamente al FBI. ¿Qué lo hizo enderezarse? “Tengo que ser muy honesto con usted –dice otra vez con la gran sonrisa–. Conozco gente a la que le gustaría que yo dijera que cuando estaba en prisión leí la Biblia y encontré a Dios o que me hice más sabio y maduré. Pero la verdad es que se debe a mi mujer. Le debo todo, ella cambió mi vida”.
La conoció cuando dejó la prisión. Sus padres, católicos estrictos, se habían opuesto a la idea de que su hija menor se casara con un “estafador y mujeriego”, pero ellos aún siguen juntos en su casa de Oklahoma y tienen tres hijos, a todos los cuales les dijeron la verdad sobre su padre cuando eran chicos.
En la vida real, Abagnale fue atrapado de manera diferente de lo que cuenta la película. Estaba en Nueva York cuando dos detectives que comían un hotdog en la calle lo vieron fuera del hotel Waldorf Astoria. El hombre que había engañado a miles de personas cayó en la trampa más vieja del mundo. “Me miraron y uno de ellos dijo: ‘Ey, Frank’, y yo me di vuelta. Es un ejemplo de cómo uno puede cometer un error tan sencillamente”.
¿Entonces quería que lo atraparan? “Uno no quiere vivir toda su vida mirando por encima del hombro. En lo profundo, todos queremos ser eventualmente atrapados”. Y su gran sonrisa vuelve a brillar. ¿Cómo uno podría dejar de creerle?

* De The Guardian. Especial para Página/12.

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