Dom 02.03.2003

ESPECTáCULOS  › EN LA GUERRA CONTRA EL MP3, LA INDUSTRIA Y EL CONGRESO ESTADOUNIDENSE LE AJUSTAN LAS TUERCAS A INTERNET

Bienvenidos a 1984

Los representantes de las industrias discográfica, del cine y del software presionan al Congreso y al secretario de Justicia John Ashcroft para que se utilice una ley de los tiempos de Clinton y se procese a los usuarios que intercambian MP3. En la Universidad de Wyoming se ensaya un programa de vigilancia de todo lo que circula en la red: Gran Hermano acecha en las sombras.

› Por Eduardo Fabregat

Un día cualquiera, un joven recibe la visita de dos personas con corbata que exhiben credenciales del FBI: unos meses después, es sentenciado a dos años de probation y trabajos comunitarios por subir a Internet archivos MP3, copias de software y películas. En una universidad estadounidense, en tanto, un programa monitorea las conexiones de los internautas, identificando qué archivos están manejando y su contenido, sea musical, de imágenes o texto: ante la más mínima sospecha de encontrarse frente a un intercambio extraño, el programa individualiza y bloquea la dirección IP del usuario, que queda identificado para un posible proceso penal. Un diputado del Partido Republicano, el mismo partido que llevó al poder a un presidente mesiánico convencido de que es policía y juez del planeta, advierte: “Si en el campus de una universidad hay un asalto o un asesinato, debe acudirse a la Justicia. El intercambio de archivos es un delito, y debe tratarse del mismo modo”.
¿Un relato apocalíptico del cyberpunk William Gibson? ¿Una fantasía orwelliana acorde con los tiempos? Nada de eso. Realidad pura y dura: Jeffrey Levy, de 22 años, fue sentenciado el 20 de agosto de 1999, convirtiéndose en el primer procesado bajo una ley llamada No Electronic Theft (NET), responsabilidad de un tal Bill Clinton. La Universidad de Wyoming es hoy una prueba piloto de lo que puede aplicarse en todos los campus de Estados Unidos, como ensayo de escalas aún mayores: todos los estudiantes y profesores conectados a Internet están bajo monitoreo permanente. El diputado que honra al vigilar y castigar de Foucalt se llama William Jenkins, fue electo en 1997 por Tennessee, tiene una plantación de tabaco y sus hobbies son “la caza y la pesca”. 1984 llegó en 2003: Gran Hermano te vigila.
Cualquiera que esté más o menos al tanto de los movimientos en el medio musical de los últimos años sabe que la guerra contra Irak no es la única que impulsa Estados Unidos. Desde el nacimiento del MP3 hay una guerra declarada, de instancias y consecuencias imprevisibles, de posiciones irremediablemente incompatibles, entre una industria que comenzó a ver cómo se derrumbaba una larga y paciente ingeniería comercial, un mundo pirata que decidió hacer su propio negocio y un público que fluctúa entre las disquisiciones legales y el hecho de que nunca la música pareció tan liberada de las reglas de mercado. Las primeras etapas se quemaron a la vieja usanza, en los tribunales, con juicios iniciados contra sitios de intercambio como Napster, mp3.com, Scour y Audiogalaxy. Las interdicciones y sanciones surtieron efecto, pero por cada victoria brotaron como hongos en la red nuevos sitios de idéntica performance. Frente a ese panorama, entes como la RIAA (Recording Industry Association of America, es decir la industria discográfica), MPAA (Motion Picture Association of America, su par del mundo del cine) y BSA (Business Software Alliance, una asociación en la que juegan monstruos como Microsoft, Apple Computer y Adobe Systems) empezaron a presionar al Congreso estadounidense en busca de una legislación más rígida, una letra que pueda interpretar el revolucionario cambio sufrido por las comunicaciones en el fin de siglo.
El debate sobre hasta qué punto los representantes de la industria están intentando defender los derechos de autor y hasta qué punto se trata de una defensa de sus propios ingresos siempre está abierto, pero lo que empieza a llamar la atención es otra cosa: el método. Ya no cabe la inocencia de pensar que los relatos de los años ‘60 y ‘70 son un ejercicio fantástico, ni hablar de creer que Internet es el epítome de libertad que supuso su lanzamiento y popularización. La ley que Clinton firmó en 1997 apunta directamente a los sistemas peer-to-peer inmortalizados por Napster: allí se fija una pena de un año de prisión para quien suba a un sitio de “archivos compartidos” una cantidad de files que supere los 1000 dólares y de hasta cinco años si la cantidad de archivos totaliza más de2500 dólares, con multas de hasta 250 mil. Hasta el año pasado, la ley contaba una sola víctima –el pobre Jeffrey Levy–, pero en julio de 2002 un grupo de congresistas hizo llegar un duro comunicado al secretario de Justicia John Ashcroft, instándolo a comenzar “urgentemente” a procesar a todo el que suba o baje archivos en la red.
Basta pensarlo dos segundos para llegar a la conclusión: ese concepto incluye a la gran mayoría de la gente que circula online. Uno de los principales impulsores de la vigilancia en Internet, el senador –demócrata: en este partido, River y Boca se ubican en la misma tribuna– Joseph Biden, titular del subcomité sobre Crimen y Drogas, dijo a quien quisiera escuchar: “La innovación y creatividad americana debe ser protegida, tanto como deben protegerse nuestras propiedades, nuestros hogares y nuestras calles. Las leyes no están siguiendo el ritmo tecnológico, y eso hace que sea difícil combatir este crimen. Necesitamos que otros países trabajen en conjunto con nosotros si queremos frenar la reproducción ilegal y venta de productos americanos”. Cualquier semejanza con las diatribas del presidente Bush Jr. sobre la libertad americana y la actitud que debe mostrar el resto del mundo frente a los Saddam Hussein informáticos no es pura coincidencia. En 1984, Big Brother no sólo está atento a los más mínimos movimientos de los ciudadanos desde sus omnipresentes pantallas. También va dando cuenta de una guerra interminable, en la que ya nadie sabe quién es el enemigo.
De todos modos, llegado el caso el Congreso estadounidense puede tener un aspecto y funcionamiento similar al bolsa-de-gatos argentino. Además, el tema en discusión ofrece cada día nuevos aspectos y complicaciones, que llevan a enredar indefinidamente las discusiones. Vale un ejemplo: para frenar el copiado a mansalva de CD’s, la empresa Sony desarrolló un sistema anticopia llamado Key 2 Audio, una especie de “track bobo” que impediría su uso en quemadoras de CD. Lo estrenó con un disco de Celine Dion, A new day has come, y el título fue profético: el “nuevo día” no trajo un CD que le quitara dolores de cabeza a la industria, sino más bien una jaqueca bestial. El CD se negaba a funcionar en PC’s, inutilizaba las iMacs (no es una figura: los usuarios debieron llevar a arreglar su computadora sólo por tratar de reproducir el CD) y no funcionaba bien en algunos equipos de audio. Para rematar la historia, pronto un usuario despierto descubrió que el software que había costado miles y miles de dólares en desarrollo se podía anular... con un fibrón negro. Bastó “pintar” el muy visible “track bobo” –ubicado junto al borde externo del disco– para que Celine pudiera ser inmediatamente transformada en MP3. En sitios como www.boycott-riaa.com hubo algún chiste del estilo “compren ya fibrones negros, que pronto serán prohibidos”.
Algunas personas no deberían reírse tan rápido: el senador demócrata Fritz Hollings, a cargo del Comité de Comercio, presentó un proyecto de ley antipiratería que contemplaba “proceso criminal y juicios privados contra toda persona que utilice un Magic Marker negro para desactivar los sistemas de protección de copia incluidos en CD’s recientes”. El proyecto no prosperó. Por ahora.
Las noticias más preocupantes sobre la regulación de Internet no llegan, sin embargo, desde el Congreso. La Universidad de Wyoming bien puede ser el huevo de la serpiente, la incubadora del Gran Hermano. No es casual. Desde el comienzo del auge del MP3, los especialistas señalaron al medio universitario –el mismo que impuso un formato radial, el college, que llegó a poner de rodillas a las emisoras comerciales– como el medio ambiente ideal para el desarrollo de sitios de intercambio. La red de la universidad cuenta hoy con un policía exclusivo, creado por la compañía californiana Audible Magic (un nombre muy naïf para sus verdaderos propósitos), que posee la capacidad de “ver” –y poner ante los ojos del operador del sistema– todo lo que circula por sus líneas, desde una canción o una película hasta un mail amistoso. Utilizando el argumento de “regular el ancho de banda”, el programa limita el caño por el que circulan los datos, bloqueando de hecho todo lo que supere cierto tamaño, esté vulnerando el copyright o no.
Enterada del nuevo chiche, una asociación llamada EPIC (Electronic Privacy Information Center) inundó de llamados a la Universidad, el Congreso y los representantes de la industria. “El monitoreo del contenido de las comunicaciones es incompatible con la misión de las instituciones educativas, que es estimular el pensamiento crítico y la exploración. Este nivel de monitoreo no sólo es impracticable: es incompatible con la libertad intelectual”, argumentó el comunicado. Afortunadamente para quienes desean una Internet menos orwelliana, lo de “impracticable” no es una metáfora. El sistema de Audible Magic propone una especie de librería de “huellas digitales” que permitiría reconocer cualquier archivo de audio y obrar en consecuencia. Pero para eso hace falta armar la librería, lo que supone identificar con una huella todo material protegido por derechos de autor. Y eso, suponiendo que no aparezca otro usuario despierto con un fibrón negro digital.
Quizás alguien piense que todo esto sucede allá en el Norte, que tratándose del Congreso y las leyes de Estados Unidos sólo tendrá influencia allí, que no pasará de algunas fantasías paranoicas. Es un pensamiento tranquilizador, es cierto. Tan cierto como que sobre esa clase de pensamientos tranquilizadores se construyó el costado más salvaje de la globalización, tan inocente como creer que no habrá mayores consecuencias por aquí abajo cuando empiecen a llover bombas sobre Irak. Cuidado, Gran Hermano te vigila. Y no es el que conduce Solita Silveyra.

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