Sáb 19.04.2003

ESPECTáCULOS  › UN FILM ARGENTINO Y TRES EUROPEOS EN LA SECCION OFICIAL

Las apuestas de la audacia

“Nadar solo” inauguró la participación local en la competencia, donde brillaron Les jours où je n’existe pas y The Death of Klinghoffer.

› Por Horacio Bernades

“Ver Rapado, el film de Martín Rejtman, fue para mí como una experiencia iniciática; la vi no sé cuántas veces”, afirma Ezequiel Acuña, el joven realizador de Nadar solo, quien a los 26 años debe afrontar, con su opera prima, la responsabilidad de inaugurar la participación argentina en la competencia oficial del Bafici. Más allá del homenaje explícito, que también puede entreverse en un cameo de Ezequiel Cavia (protagonista de aquel film) y en el nombre del protagonista (Martín) no se hace difícil percibir cuánto hay de aquella película de 1992 en Nadar solo.
Con varios nombres conocidos en el elenco (Manuel Callau, Mónica Galán, Tomás Fonzi, Antonella Costa) y magníficas actuaciones de Nicolás Mateo y Santiago Pedrero en los papeles principales, Nadar solo (que Acuña filmó también en la máxima soledad) es el más reciente aporte del nuevo cine argentino a la saga de los slackers, esos chicos de deseos más bien débiles que tanto pueden hallarse en las películas de Rejtman, en las de Perrone o en films como Sábado. El protagonista de Nadar solo tiene dos diferencias con el de Rapado: es menos impenetrable que hesitativo, y su quimera no es hallar una moto perdida sino un hermano ausente.
En medio de la rutina más o menos indiferente de su vida cotidiana y a partir de un llamado en el contestador telefónico, Martín comenzará -medio como quien no quiere la cosa– a seguir las huellas de su hermano mayor, que en algún momento se fue de casa y cuya ausencia los padres ni se preocupan en negar. Así como en Rapado la obsesión del protagonista por su moto revelaba hasta qué punto los afectos se habían desplazado hacia los objetos, en Nadar solo la ausencia del hermano mayor funciona como un gigantesco iceberg, del cual lo que la película muestra no es otra cosa que la punta. ¿Estará dispuesto Acuña, en el futuro, a dejar atrás a ese hermano mayor llamado Rejtman, único modo de empezar a nadar solo? Parece bien equipado para hacerlo, pero debe tomar la decisión.
De las cuatro películas europeas que presenta este año la competencia oficial del Bafici, tres se acumulan en estos días. Se trata del film italiano Máxima velocidad, la francesa Les jours où je n’existe pas y la británica The Death of Klinghoffer. Tanto Máxima velocidad, de Daniele Vicari, como Les jours où je n’existe pas, de Jean-Charles Fitoussi, son operas primas. Al menos en la ficción, ya que ambos realizadores habían incursionado anteriormente en el documental. Más que en cualquier asomo de realismo, esa experiencia previa parecería aflorar en el modo en que Vicari y Fitoussi abordan –con el respeto de un documentalista– los hechos narrados. Modesta, pero noble, Máxima velocidad roza cierto cliché del cine hollywoodense (el género deportivo como vehículo para la afirmación del éxito individual) pero sólo para correr en un circuito paralelo a él. “Vehículo”, “correr” y “circuito” son palabras muy pertinentes aquí, ya que el deporte en cuestión son las carreras de autos. La primera y crucial diferencia con cualquier producto hollywoodense es que no se trata aquí del circuito profesional y las grandes ligas sino de carreras amateurs en plena calle, con autos preparados por sus dueños. Un desplazamiento parecido se produce al ubicarse la película no en Roma sino en sus alrededores. En Ostia, más precisamente. Que la película transcurra en la misma zona donde asesinaron a Pasolini no parece demasiado significativo, pero tampoco lo parece la dedicatoria que abre el film (a Guido Aristarco, el más eminente crítico de cine marxista-leninista) y sin embargo allí está. Lo que narra Máxima velocidad es la pérdida de la inocencia de un muchacho, geniecillo de la mecánica automotriz, cuya asociación con un corredor y con la novia de un matón terminarán enseñándole que lo que manda en el mundo no son los afectos sino el dinero. ¿Marx en el mundo de las carreras? Rabiosamente original es Les jours où je n’existe pas, empezando por su anécdota. Como su título lo indica, el protagonista, Antoine, vive sólo un día de cada dos. Día por medio, exactamente a las doce de la noche, desaparece. Así nomás: se volatiliza, deja de existir. Veinticuatro horas más tarde vuelve a materializarse, exactamente en el mismo lugar en que había desaparecido. Esta extraña condición convierte a Antoine en una especie de freak y lo obliga a reacomodar toda su vida en función de ella, manteniéndola en secreto frente a los desconocidos y obligándolo a sustraerse del mundo cuando están por dar las doce. Sin embargo, toda su sistema se complica, como suele ocurrir, cuando se enamora.
El planteo de Les jours où je n’existe pas presentaba dos peligros, que Fitoussi (discípulo de Jean-Marie Straub y Danielle Huillet) elude con una finta magistral. La película podría haber caído en la frivolidad si su realizador la hubiera encarado como comedia fantástica, o en la solemnidad si por el contrario la hubiera llevado para el lado del cuento filosófico. Lo que hace Fitoussi es materializar la condición del protagonista (la materialidad es el tema de una película que habla sobre la difuminación) y darle a la vez una gran levedad, haciendo equilibrio en el borde entre lo fantástico, lo humorístico y lo filosófico. Una joya rara, realmente.
Muy arriesgada es, también, The Death of Klinghoffer, primera película de la británica Penny Woolcock (que nació y vivió en Buenos Aires hasta su adolescencia). El tema de The Death of Klinghoffer es el secuestro del Achille Lauro, crucero que fue tomado por un comando palestino en 1985, con consecuencias trágicas. Lo que podía haber sido materia para un telefilm es violentamente trastrocado por Woolcock, en tanto su película es adaptación de una ópera compuesta por el británico John Adams. Así, cantan tanto los fedayines como sus rehenes, y también, en flashbacks, los pobladores originales de Palestina, despojados de sus territorios por el ejército israelí. Woolcock evita darle a esta situación un enfoque paródico o bizarro. La película es de una seriedad absoluta, en términos dramáticos, históricos y políticos, ya que se habla de un espiral de violencia en el que todos son víctimas y victimarios. Uno de esos films que sólo pueden verse en un festival que hace de la audacia una rutina.

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