Mié 07.05.2003

ESPECTáCULOS  › “LA PARTE DEL TEMBLOR”, DE A. FELIX ALBERTO

Postales japonesas

Basada en “La casa de las bellas durmientes”, del Premio Nobel japonés Yasunari Kawabata, la pieza que se ofrece en el Teatro del Sur conjuga de manera fluida la realidad y las ensoñaciones.

› Por Cecilia Hopkins

El hombre escucha absorto las reglas que rigen el comportamiento de los caballeros que visitan la casa: por ninguna razón deberá despertar a la adolescente que, recostada en el cuarto contiguo, pasará con él la noche. El anciano llegó al lugar espoleado por la confesión de un amigo y aquellas palabras (“Cuando la desesperación de la vejez me resulta insoportable voy a esa casa”) marcarán el inicio de un ritual desconocido en su vida. La situación pertenece a La casa de las bellas durmientes, nouvelle escrita en 1961 por el japonés Yasunari Kawabata, quien siete años después obtuvo el Premio Nobel de Literatura, cuatro años antes de suicidarse.
Si bien la versión de este texto que el director Alberto Félix Alberto está presentando en el Teatro del Sur (Venezuela 2255) se toma sus licencias, la atmósfera continúa apegada al original: el amplio cerramiento confeccionado en madera y papel, los muebles bajos y la tenue iluminación contribuyen a formular una ambientación “a la japonesa”. Además, el planteo espacial se complementa con la selección musical, de modo que los aspectos visuales y sonoros del espectáculo (todas las decisiones estéticas estuvieron a cargo del director, según su costumbre) remiten directamente al mundo nipón. Pero no sucede lo mismo con los códigos de actuación que manejan los intérpretes, lo cual al cabo fue un acierto.
La casa de citas es, como en el relato de Kawabata, un sitio mágico que tiene el poder de despertar en el visitante la memoria de pasiones remotas. Subyugado por la posibilidad de recapturar las sensaciones de la juventud, el protagonista (Jean Pierre Reguerraz) se arriesga a emprender la aventura, luego de superar algunos instantes de desconfianza. Contra todo lo esperable, el hombre no se relaciona con el cuerpo de la mujer dormida como si fuese un objeto a manipular, sino que, sencillamente, se tiende a su lado y se deja ganar por las ensoñaciones. Las repetidas visitas del anciano se suceden instalando una danza cíclica en la que también tiene cabida la escenificación de sus sueños. Se constituyen de esta manera dos ámbitos bien diferenciados, los cuales también van marcando tiempos diversos. Así, el hombre aparece en sus años mozos, acompañado de una o más mujeres que representan los roles prototípicos de la madre, la novia o la esposa, mientras concreta junto a ellas enigmáticos cuadros, invariablemente teñidos de un erotismo surrealista y perturbador.
El anciano, que en principio no encuentra sosiego en el viaje onírico, tampoco puede arrancarle a las muchachas que lo acompañan “como un buda secreto” las razones de su obsesión. Porque advierte que, en su intento por entablar con ellas una relación que reconoce como muy poco humana, su estado de soledad parece crecer en desesperación.
Sin el menor desborde, el planteo de la situación del protagonista abarca gran parte del espectáculo, de modo que el desafío para el espectador consiste en entregarse al ritmo demorado que da cuenta del extrañante ritual. Apartándose ya de la obra de Kawabata, hay por lo menos dos hechos de sangre que ocurren en la casa. Pero estos sucesos, lejos de atemorizar al anciano, parecen indicarle que su objetivo está al alcance de la mano. Ya no le quedan dudas de que, antes de emprender la retiradafinal, se acerca el momento del reencuentro personal, del reconocimiento de sus deseos y sensaciones más íntimos.
Reguerraz entra admirablemente en el código propio del director (creador de las singulares Tango varsoviano y En los zaguanes, ángeles muertos) y practica una gestualidad minuciosa, pausas y reacciones precisas. En un registro opuesto, la dueña de casa (Adriana Díaz) se muestra expansiva y distante a un tiempo, tal vez con algunas risas y palabras de más. Será porque en ese mundo, los puentes entre el mundo onírico y la vigilia se tensan mediante estrategias que están más allá del lenguaje. Como los delicados cambios de la iluminación, la transformación sorpresiva del espacio o las notas de un lánguido yamisen.

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