ESPECTáCULOS
› ENTREVISTA AL PSICOANALISTA EDUARDO TATO PAVLOVSKY, AUTOR Y ACTOR DE LA PELICULA “POTESTAD”
“Los torturadores suelen actuar como burócratas”
El film, que se estrena mañana y fue dirigido por César D’Angiolillo es una adaptación de una notable obra de teatro. Rodarlo fue duro, confiesa el protagonista, pero ningún actor lo convencía para el papel. La historia gira en torno de un médico que adora a la niña de la que se apropió
Por Ana Bianco
“Creo que la represión que va a venir en el futuro y que ya está instalada en los Estados Unidos va ser más de control social”, sostiene el actor, dramaturgo y psicoanalista Eduardo “Tato” Pavlovsky. “Si llegamos a mejorar económicamente –ya que es mucho lujo hablar de control social– el que te va a denunciar para que te maten es el vecino de tu barrio. En Estados Unidos, van a denunciar las lecturas de los compañeros, como en la época de McCarthy, van a decir que leen a Los condenados de la tierra, de Fanon. El tipo es íntimo amigo tuyo, pero te denuncia porque cree que de esa manera está salvando a la patria. Puede venir un represor mucho más común, no como estos policías haciendo hechos abominables. No sé cómo serán en la casa, con su mujer, mientras sus hijos lloran y después tiran a un chico al río.”
Esta es la visión de Pavlovsky sobre lo que él llama “el nuevo represor”. Es que el problema de la represión y de la tortura, observados desde la óptica del represor, ha sido un tema central de su teatro, en El señor Galíndez, El señor Laforgue y también en Potestad, que mañana llega a las salas de Buenos Aires, en su versión cinematográfica. Dirigida por César D’Angiolillo y protagonizada por el propio Pavlovsky, la película registra los pasos de Eduardo, un médico apropiador inspirado en personajes reales, cuya ambigüedad ha llegado a desorientar a neófitos en la situación de los derechos humanos en la Argentina, cuando la obra teatral fue representada en el exterior.
–¿De donde partió la idea de que Eduardo parezca actuar como lo que convencionalmente se define como un buen padre?
–Eduardo quiere a su hija pero resulta que esa chica es raptada. Lo horroroso de estos seres es que superficialmente pueden parecer bastante parecidos a nosotros. En mi opinión, la mayoría de los torturadores argentinos fueron son seres comunes y muy burócratas. En el juicio a Eichmann, se esperaba que dijese algo muy monstruoso, pero daba la impresión de un tonto. Hitler –en su opinión– era una especie de Dios y él sólo había cumplido sus órdenes. En Los verdugos voluntarios de Hitler, Goldhagen cuenta la historia de diez integrantes de un coro alemán en un pueblo en Varsovia que se ofrecieron para colaborar en la matanza de mil niños judíos. Un coro que uno imagina de lo más puro. Mauricio Rosencof, dramaturgo uruguayo, que estuvo muchos años detenido por tupamaro, en un lugar muy chiquito, relata en Memorias del calabozo que convivía con el torturador y tenía una relación muy íntima. El decía: “No confundamos, no son seres patológicos, tienen una formación institucional, una subjetividad con la cual le han señalado que nosotros somos enemigos de la Patria, malvados y traicioneros”. Ellos están cumpliendo con su deber. Son por eso menos responsables, menos delincuentes, pero para nuestra ética no.
–¿Eduardo está inspirado en un personaje de la vida real?
–De entrada no surgió como personaje de la vida real, pero sí está sustentado en lecturas. He escrito sobre el represor como en Paso de dos. He observado la óptica del represor con sumo interés. Primo Levi, Bruno Betelheim, Tsvetan Todorov y las investigaciones de los psiquiatras estadounidenses sobre los doce torturadores griegos –los más espantosos de la historia– no descubrieron una patología, no vieron a un sádico. Para Primo Levi sólo el cinco por ciento de los nazis eran sádicos. En realidad eran personas comunes. Michel Foucault dice que al poder hay que buscarlo no tanto arriba, como Videla diciendo maten, sino en la parte más capilar, en los grupos de base, en los grupos de tareas. Estos grupos tenían una lógica, un funcionamiento que no sólo tenía que ver con la orden, sino con la recreación. En El señor Galíndez hay una idea clave que la pescó muy bien Jaime Kogan: el enemigo es el teléfono. El teléfono esel sistema. Los torturadores eran victimarios, criminales, pero de alguna manera, también, víctimas del sistema, que los desechaba cuando quería. Esos doce torturadores griegos eran asesinos y no daban un diagnóstico psiquiátrico más elevado que mi esquizoidea normal diaria.
–¿El film refleja el espíritu de la obra?
–D’Angiolillo no ha traicionado el texto. Roly Sierra exaltó la obra original, poniéndole más fuerza. Cuando se estrenó la obra, me decían: cómo puede ser que un tipo como yo me haya identificado con ese personaje encantador de la primera parte, donde aparezco como un hombre muy simpático, hablando de la edad, de la decadencia, de cómo enamoré a mi mujer. Después de golpe me muestro como víctima, como si me hubiesen robado a mi hija, y luego como victimario, contando el modo cómo la rapté, en un acto criminal en que fueron asesinados sus padres, ambos militantes. El nuevo torturador es un teórico, ha leído libros. En cambio Beto y Pepe eran de “manija”, de picana. Los torturadores griegos al octavo mes pedían “carne”, querían torturar, pero eran normales psiquiátricamente. Sé que algunos pueden molestarse y pensar: ¿por qué esto ahora, en este momento? Existe una crisis de representatividad y un momento muy difícil en el país. Los nuevos sujetos sociales que descubren nuevos devenires con la militancia, en la acción, nuevas solidaridades que son insólitas, nuevas creaciones, esto me parece reparatorio. Un raptor es un enemigo deleznable. Pero esto no me sirve para pronosticar un futuro, porque van a ser seres muy comunes los deleznables. De todos modos en el arte yo no quiero ser didáctico, quiero crear problemáticas y polémicas. Eso es lo que somos los dramaturgos.
–¿Cómo conformó a Eduardo para la versión cinematográfica?
–Los estilos de actuación son tan diferentes... como cuando Jean-Louis Trintignant hizo Potestad en francés, en Los Angeles. Cuando me pidió que la representase, me comentó: “Ah, pero es diferente a como yo lo hago”. Y le dije: “Es diferente, porque en la obra en cualquier momento me puedo matar, en cualquier instante, incluso en la primera parte”. El lo hacía más a la francesa y más tranquilo. En la película, tengo dos escenas muy exaltadas, la de la operación en el hospital y la de la confitería. Esos son “inventos”, quiero decir de los buenos, multiplicaciones dramáticas del texto teatral que recreó Roly. Ya he filmado algunas películas y creo que soy un discreto actor de cine.
–¿Qué opina del manejo del tiempo de su personaje?
–Eduardo tiene el tiempo cronológico quebrado. Es una recreación del libreto. Me parece atractiva la irrupción de otro tiempo en su estado, aparece la época de Malvinas o del Campeonato Mundial del ‘78. El cree estar en ese tiempo, está sumamente fracturado. El personaje es raro, extraño, de entrada asusta. Aunque no tengo una explicación formal, es muy interesante el subterráneo, como cosa común en la película. Necesitaba conectarme con las tres Ana María y pedí hacer improvisaciones. Necesitaba conocerla a Noemí Frenkel y después a Denisse Dumas –que se retiró porque estaba embarazada–, al principio habían pensado en más escenas. Con Noemí improvisábamos que yo la atraía y otras escenas en donde se solventaba la relación con nuestra hija. D’Angiolillo ha sido muy respetuoso. Me gusta la película, está muy bien filmada.
–Eduardo dice en un tramo: “Yo no soy un criminal y ustedes no tienen derecho a juzgarme”. ¿En esta frase puede describir un sentimiento de culpa?
–El piensa que lo pueden juzgar por criminal, pero eso sería a nivel inconsciente. Esto es una interpretación. Yo le preguntaría a un paciente por qué cree que no es un criminal. Seguramente en un nivel cree que lo es. Yo, Pavlovsky, creo que es un criminal y hay que juzgarlo por sus actos, por el rapto como hecho criminoso, pero él no lo cree así.
–¿Cómo es la relación con Ana María, su esposa en la ficción?
–Ella es cómplice. En dos escenas, una cuando baña a Adriana y yo aparezco, y la otra con ella llorando en el cuarto de la nena, Ana María siente pena, pero es condenable. Hay psicoanalistas que dicen que no puede sentir pena, por su estructura caracterópata narcisística. En la obra, ella no se identifica con el dolor de su marido, está distante, alejada, pero no por lo que han hecho. Esta gente no se arrepiente. En realidad está cansada de escucharlo. En la película ella desarrolla una ternura inmensa por esa nena. Tal vez no sepa el trámite concreto de cómo se la dieron, pero sabe que es una niña apropiada.
–El personaje de Ana María fue escrito en principio para un hombre.
–Sí, en la obra un hombre le hablaba a otro hombre. Un actor tuvo un problema con su ex mujer, que se apareció en un ensayo con la intención de matarlo y el otro se fue a España. Estando con Susy Evans, mi esposa, en Río de Janeiro, en una actividad de derechos humanos y psicodrama, le dije: “Voy a tener que reinventar la obra. Vos sos mi mujer. Yo estoy muy mal y los médicos te han sugerido que me internes o me escuches una hora por día repitiendo el drama todas las veces igual”. Por eso es que él le despierta esa indiferencia y ese hartazgo. Con Susy, la obra adquirió una dimensión muy grande. El hombre establece con la mujer una relación mucho más misteriosa que la de hombre a hombre.
–¿Qué lo convenció para ponerse a las órdenes de D’Angiolillo?
–D’Angiolillo hace muchos años que anda dando vueltas con este proyecto. Filmamos diez horas por día durante seis semanas. Resultó difícil, para un tipo de mi edad y que vive de otra profesión. El esfuerzo físico era grande y por otra parte sabía que a Eduardo tenía que representarlo yo. Alterio que es un extraordinario actor cuando hizo Galíndez daba un tipo menos siniestro que yo. En Potestad, fui estrictamente dirigido y respondí a la demanda del director. Ambos sabíamos antes de filmar que iba a despertar polémica. Es un tema delicado, que choca y mucho, pero bienvenida la polémica. La izquierda no ha polemizado respecto de la subjetividad. Uno de los problemas por los que cayó la Unión Soviética fue que sus jerarcas no tenían ni la menor idea de lo que pasaba en la cabeza de la gente.