Dom 01.06.2003

ESPECTáCULOS  › UNA NUEVA PUESTA DE LA TRANSGRESORA “LA VIOLACION DE LUCRECIA”

La tradición del género, en discusión

Después de 49 años, volvió a representarse en Buenos Aires una obra clave de Benjamin Britten, con una puesta sugerente y un elenco vocal de buen nivel, en donde se destaca la cantante Virginia Correa Dupuy.

› Por Diego Fischerman

Toda ópera, a partir del siglo XX, es a la vez un comentario sobre la ópera. Es decir, acerca de las reglas de un género que se había cristalizado en el siglo anterior. Desde la fundante Pelleas y Melisande, de Debussy e, incluso, desde el romanticismo postrero de Elektra y Salomé, de Richard Strauss, ya nada sería inocente. Cada escena de conjunto y cada ausencia de escenas de conjunto, cada aria y cada escena que renunciara a la idea del aria virtuosística y solista, cada manera de tratar el hecho teatral serían, a la fuerza, una toma de posición ante esa especie de entretenimiento social altamente sofisticado que, para muchos compositores, representaba el rincón más reaccionario de la creación y de la recepción musical. Tal vez por esa misma causa, no hubo casi ningún gran compositor del siglo pasado que no se tentara con la escena y, precisamente, con jugar a favor o con subvertir los mandamientos de la ópera.
Si para Berg, en Wozzeck, la tradición con la que se trabaja es, desde ya, la de la ópera y el teatro austroalemanes, tanto Stravinsky como Benjamin Britten deciden escapar al wagnerianismo yendo más atrás. Y en ese sentido, una obra como La violación de Lucrecia –que acaba de estrenarse en una nueva puesta en Buenos Aires, después de 49 años de ausencia, gracias a la iniciativa de la asociación Juventus Lyrica– cobra su dimensión cabal sólo cuando se la incluye en esa serie. Y, por otra parte, cuando se tiene en cuenta que, además de comentar la ópera en general, en este caso comenta una ópera en particular: Peter Grimes. En su ópera anterior, la primera que escribió, Britten tomaba la tradición coral, en la que el pueblo era el deuteragonista, a la manera del Boris Godunov de Mussorgsky. En su segunda incursión en un género que transitaría durante toda su vida (hasta la genial Muerte en Venecia), hizo todo lo contrario. Con el barroco inglés de John Blow y Henry Purcell en la mira (y tal vez con el conocimiento de la cantata que Haendel escribió sobre el mismo tema) y recurriendo a una teatralidad antiteatral, un poco como Stravinsky haría en Oedipus Rex, Britten utiliza la vieja fórmula del relator que toma parte de la acción, como en el Combattimento di Tancredi e Clorinda, de Monteverdi. En este caso son dos relatores, “coro femenino” y “coro masculino”, y aquí la palabra “coro” no implica un grupo vocal sino –y es un dato a tener en cuenta– la función del comentario y el anticipo de acciones, como en la tragedia griega.
La violación de Lucrecia es un texto que no oculta ni su carga de literatura y discusión ética ni su estatismo desde el punto dramático. Juega, ostensiblemente, con lo arcaico, la orquestación (quinteto de cuerdas, maderas a una por parte, corno, percusión, arpa y piano), refuerza esa cierta astringencia, y la puesta de Horacio Pigozzi, con momentos de gran belleza plástica y a partir de la inteligencia de no repetir con los gestos lo que el texto ya se ocupa de decir, acierta al trabajar en una zona lindante con el oratorio y al reforzar la idea de antigüedad con una concepción casi bidimensional de la escena. La escenografía de Gerónimo Basso (tres paneles verticales cuyo sentido finalse juega en consonancia con la luz), el exquisito vestuario de Mercedes Colombo –que no refiere a ninguna época particular pero evoca con algunos detalles, también, una especie de antigüedad imaginaria– y la brillante iluminación de Gonzalo Córdoba, osada hasta el punto de plantear parte de la narración en contraluz, gracias a unos quirúrgicos tubos fluorescentes que rodean, como un marco, los paneles de la escenografía, confluyen en un espectáculo de gran equilibrio y notable poder sugerente. La dirección musical de Leandro Valiente es ajustada y logra algunos matices interesantes con un grupo de instrumentistas correctos y sumamente concentrados.
El otro acierto es un elenco vocal sin altibajos, en el que se destacan Virginia Correa Dupuy, con una Lucrecia en la que el drama siempre se mantiene soterrado (muy inglesa, podría decirse); Carla Filipcic Holm, que con un timbre bellísimo, homogeneidad en el color y afinación certera, sumados a una calculada expresividad, otorgó al fundamental coro femenino una trascendencia notable; Gabriel Centeno, seguro en su coro masculino más allá de alguna dificultad con los agudos y Ana Laura Menéndez, a cargo de Lucía, con un timbre sumamente dulce y sugerente y fraseo delicado y preciso. La escena de las mujeres, en el primer acto, alrededor de unas extrañas ruecas de gran hermosura, el maravilloso trío entre el coro femenino, Bianca y Lucía, con Lucrecia acostada entre ellas y la perfecta resolución de la escena de la violación con un velo traslúcido –delimitando frente al panel central un territorio privado y a la vez público–, en el comienzo del segundo acto, están entre lo mejor de un espectáculo magnífico. Obviamente, para aquellos que busquen una ópera tradicional, esta obra de Britten resultará decepcionante. No hay acción en el sentido tradicional, no hay arias (aunque sí canciones maravillosas, como la del trío del primer acto o la final de Lucrecia) y mucho menos orquestas rimbombantes. Y es que, justamente, a pesar de las críticas de conservadurismo que debió soportar desde las barricadas de las supuestas vanguardias de entonces, Britten jamás fue un conformista y nunca dejó de buscarles una vuelta de tuerca a las tradiciones.

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