Jue 03.07.2003

ESPECTáCULOS

El “tatami”, pensado como una necesidad del teatro

› Por Cecilia Hopkins

En Japón llaman tatami a la colchoneta donde se ubican los espectadores en las salas tradicionales del teatro Noh. También recibe el mismo nombre la superficie acolchada que amortigua las caídas en las artes marciales. Pero Tatami Teatro, el grupo que dirige Deby Wachtell –formado para la puesta en escena de Pestañas como agujas, de Luz Pearson–, eligió su nombre por el segundo de los usos del tapete, en razón de los golpes –del cuerpo y del alma– que los personajes se ocasionan mutuamente. La obra cuenta una historia cotidiana pero con ribetes prodigiosos. Felizmente casados, Petunia y Antonio practican un amor gimnástico, animal, pero, por un azar que no se busca comprender, la pareja se fractura de un modo particular: él deja de amarla primero y unos minutos después a ella le sucede lo mismo. A pesar de tan asombrosa sincronización, la decisión final no deja de resultar dolorosa para ambos cónyuges, tal vez porque la separación nunca deja de encender el deseo de recobrar aquello que se considera propio, aunque sea algo tan irrecuperable como el tiempo que se ha compartido con el otro.
Pestañas como agujas es una comedia que plantea su asunto en el tiempo real en que el conflicto se resuelve en escena. Así, durante 45 minutos, la obra propone un juego de actuación singular: pautada hasta en los menores detalles desde parámetros corporales (los actores ruedan por el piso, se tironean y se empujan hasta el cansancio), Paula Rachid y Patricio Zanet exponen la historia de sus personajes a un ritmo veloz. Lo cual no quiere decir que no exista el intercambio verbal entre ellos. En verdad, la verbalización de lo que les está sucediendo no es menos importante que el discurso físico que la pareja despliega. Inmediatamente después de la primera confesión del vacío afectivo, aparecen la culpa y el lamento de lo que no fue y, a modo de inventario, los modos de actuar para recuperar al otro. Hasta que el odio se instala al punto de convertirse en una competencia.
El lenguaje con que los personajes intentan dirimir sus cuestiones no tiene nada en común con el registro cotidiano. Sin amaneramientos, los personajes hacen suyo un texto bien provisto de recursos líricos, de modo que las metáforas y comparaciones se van sucediendo en un discurso que suena premeditadamente recitativo. Otra figura retórica que aparece es la enumeración: Antonio detalla todas las razones por las cuales él –antes de que ocurriera, claro– no cedió al desamor a pesar de la rutina y ella, entre otras muchas cuestiones, contabiliza todas las situaciones en las que la tristeza la invade. El recurso, tal vez, se repite en demasía y esta estructura acumulativa del texto termina abrumando un tanto al espectador, a pesar de las imágenes que aporta.

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