ESPECTáCULOS
› EL CUMPLEAÑOS DE LOU REED, UN MUSICO INOXIDABLE
Un animal rockero de 60 años
El músico neoyorquino está en gran forma: prepara nuevo CD, trabaja en un espectáculo sobre cuentos de Poe y se ríe de su leyenda.
› Por Roque Casciero
Lou Reed nunca se caracterizó por su modestia, por eso bien podría apropiarse de una frase de otro rockero inoxidable llamado Charly García: “Sé que nunca comprenderán, yo soy su papá”. Sucede que la progenie de artistas influidos por Reed es, a esta altura, sólo comparable a la que han dado los Beatles. Desde Jonathan Richman hasta The Strokes, la lista es tan larga que casi se podría armar una pequeña enciclopedia del rock: David Bowie, Sonic Youth, Television, R.E.M., The Stooges, Patti Smith, The Jesus and Mary Chain, Luna, Yo La Tengo, Mazzy Star... ¿Soplarán algunos de ellos las velitas en honor del Animal del Rocanrol? Lou Reed cumple hoy 60 años y se convierte en un nuevo ejemplo –como Bob Dylan y Leonard Cohen– de que no hay que apresurarse en mandar a los viejos rockeros al geriátrico. Porque él, que bien podría exprimir su glorioso pasado, elige seguir con la vista puesta en el futuro. Y lo hace a la perfección: la última vez que pasó por Buenos Aires, hace poco más de un año, volvió a dar cátedra de distorsión y poesía; trabaja en un nuevo álbum de estudio; continúa de novio con la artista multimedia Laurie Anderson, y acaba de presentar un espectáculo basado en cuentos de Edgar Allan Poe junto al reputado director teatral Robert Wilson.
Como si se tratara de un Woody Allen que eligió caminar por el lado salvaje, Reed siempre contó historias de Nueva York, su ciudad. Nació en Brooklyn, en el seno de una familia de clase media, y creció en Long Island. En su juventud, sus padres lo obligaron a hacerse tratamientos de electroshock para curarlo de sus inclinaciones homosexuales. Por supuesto, lo único que lograron fue el odio y la confusión del joven. En la universidad de Siracusa, donde se licenció en Letras, Lou lideraba bandas de vuelo bajo al tiempo que se convertía en el discípulo favorito del poeta Delmore Schwartz. Más tarde consiguió trabajo como compositor y músico para un sello que se dedicaba a remedar los éxitos pop. Cuando ya estaba hastiado de esa suerte de fábrica de chorizos de la música, conoció a John Cale y su forma de encarar el arte cambió para siempre: por fin pudo comenzar a cristalizar su obsesión de mezclar rocanrol y literatura.
Alguna vez Reed dijo que su intención era escribir la Gran Novela Americana y arriesgó, inmodesto, que las letras de sus canciones bien podían conformarla. Tal vez no haya sido más que otra boutade de un tipo acostumbrado a soltarlas, aunque el libro Atraviesa el fuego, que recopila todas sus letras, demuestra que Reed tiene detrás una obra lo suficientemente consistente como para sacar pecho. Pero sería un error considerar sólo sus méritos literarios, porque el pulso de cada una de las palabras que escogió escribir tiene marcado el sello del rock. Crudo y primal, o elaborado y exquisito, pero siempre rock.
Con Cale, un galés de formación clásica y vanguardista, más el agregado del guitarrista Sterling Morrison y la baterista Moe Tucker, Reed formó The Velvet Underground a mediados de los 60. Los miembros de esa banda neoyorquina, apadrinada por Andy Warhol, fueron las flores malditas de esa época: mientras los hippies le cantaban al amor y la psicodelia, ellos hablaban de heroína, decadencia, anfetaminas, sadomasoquismo, homosexualidad, abandono existencial, orgías y, más tarde, búsquedas espirituales. Además, en su arsenal no había espacio para guitarritas acústicas ni mandolinas, sino que eran como un vendaval eléctrico sobre el que se apoyaba la elaborada poesía de Reed. También componían bellas baladas, aunque desde un punto de vista diferente al del flower power. Sin embargo, este costado de la banda –más evidente después del reemplazo de Cale por Doug Yule– recién fue recuperado por sus seguidores en los 80. Basta ver fotos de los primeros Velvet, que siempre iban vestidos de negro y no se sacaban los lentes oscuros ni para dormir, para entender por qué una década más tarde su imagen fue reverenciada por los punks.
En los 70, después de la disolución de The Velvet Underground, Reed emprendió una carrera solista que tuvo notables altibajos. Cuando sus adicciones y su agitada vida personal se lo permitían, lograba joyas comoTransformer (producido por David Bowie), Berlin o Street Hassle. En sus momentos de mayor furia, en cambio, escupía electrónica chirriante (Metal Machine Music) o puteaba a diestra y siniestra en vivo (Take No Prisioners). En períodos sucesivos, cultivó las imágenes de gay glamoroso, junkie perdido, experimentador y animal rockero. Una célebre (y exagerada) imagen de la época lo postulaba como “buscado vivo o muerto por haber convertido a toda una generación en adicta a la heroína”.
En la década siguiente le costó mantener su mejor nivel, que sólo alcanzó con The Blue Mask y New York. Este disco, precisamente, fue el que volvió a colocarlo en un lugar de prestigio: Reed cerró los 80 con una nueva encarnación, la del poeta serio y preocupado por el devenir del mundo. Desde entonces, sus trabajos han sido impecables. Primero se juntó con John Cale para rendirle tributo a Warhol (Songs for Drella), luego hizo un trabajo conceptual sobre la aceptación de las pérdidas (Magic and Loss), reunió por un tiempo a Velvet Underground, hizo una suerte de paneo de varias de sus facetas (Set the twilight reeling, que lo trajo por primera vez a Buenos Aires) y reflexionó con amargura sobre las relaciones de pareja, entre otros temas (Ecstasy). Su última gran aparición pública fue a fines del año pasado, en un concierto de homenaje a John Lennon organizado por Yoko Ono. Allí, Reed logró sacudir con electricidad casi punk un clásico como “Jealous Guy” ante un auditorio extasiado. No podía haber mejor prueba de que a los 60, Lou Reed sigue siendo un auténtico animal. De esos que aparecen cada vez menos.