Sáb 12.04.2014

ESPECTáCULOS  › LA INOLVIDABLE COMBINACION ALCON-FAVIO

El Diablo en pantalla

Nazareno Cruz y el lobo propició un cruce de talentos que dio una escena inolvidable del cine argentino. Fue el mejor trabajo de Alcón en un medio que pocas veces aprovechó su dimensión.

› Por Luciano Monteagudo

“¿Quién sos? Yo a vos te conozco...”, le decía sorprendido Juan José Camero, cuando vagaba enamorado por el campo y se lo encontraba, de pronto, en un cañadón reseco y barrido por el viento, como esperándolo. Claro, cómo no lo iba a conocer... Si era Alfredo Alcón, el gran actor argentino, aquel que para Leopoldo Torre Nilsson había sido El Santo de la Espada, y Güemes, y el Martín Fierro, encarnación de la historia popular argentina. Pero allí, en Nazareno Cruz y el Lobo (1975), una de las tantas cumbres del cine de Leonardo Favio, Alcón era el Diablo. ¡Y qué diablo! Un diablo criollo, bello, imponente, con chambergo negro de ala ancha, cuidado poncho al hombro y rebenque en mano. Un diablo bravo, oscuro, sinuoso, como debe ser. Pero también un diablo solo, triste, de una ternura infinita, como sólo Favio podía imaginar. Y como solamente Alcón podía interpretar, hacer suyo, comprendiendo el carácter trágico del personaje.

Son dos escenas nada más las que tiene Alcón en la película y bastan para que Nazareno... sea aún más memorable de lo que ya es. En una obra que es puro viento y fuego y gritos, el apogeo épico del melodrama criollo, los del Diablo de Alcón son, por el contrario, aun a cielo abierto, momentos íntimos, confesionales, hechos apenas de susurros.

“No es bueno reír los viernes, dicen que se llora el lunes”, es lo primero que le murmura con ironía a Nazareno, como si el texto del radioteatro de Juan Carlos Chiappe, que fue la sabia inspiración del film de Favio, hubiera pasado por el tamiz absurdo de Samuel Beckett, un universo que el actor conocía tan bien. Y es el Diablo de Alcón quien –en un impresionante rezo profano, mezcla de latín y quechua– le anuncia a Nazareno que su destino es ser lobo y rondar sediento de sangre por los campos en las noches de luna llena.

“Bienvenido a mis dominios, Nazareno”, lo recibe luego orgulloso en su morada subterránea, agitada por el charango furioso de Jaime Torres. Y le confiesa bajito: “Te hice venir para pedirte un favor...”. El Diablo de Favio sabe que Nazareno, a pesar de haber sido tentado por el oro, eligió el amor. Y que esa elección finalmente lo va a llevar delante de Dios. Y el Diablo de Alcón le pone el cuerpo (impresionante) y la voz (inconfundible) a ese momento sublime y le revela, casi como un suspiro: “Decile que estoy un poco cansado, sabés. A ver si podemos volver a conversar...”.

Cuesta imaginar a otro actor capaz de decir ese texto de una manera tan verdadera, tan sentida, tan honda. Es uno de los grandes momentos del cine argentino y el mérito es tanto de Favio como de Alcón, porque Alcón siempre sabía lo que decía un personaje (sus criaturas no sólo sentían, también pensaban). En todo caso, el gran mérito de Favio con respecto a Alcón fue el de aprovechar su carácter histriónico, su presencia eminentemente teatral, su inigualable manera de ocupar el espacio, ya fuera en un escenario o en un plano cinematográfico.

Paradójicamente, la de Nazareno es la actuación más sobria, más justa, más contenida de Alcón en cine, como si en el film menos realista y más exacerbado el actor hubiera encontrado el tono menor, el equilibrio justo para una película deliberadamente operística, desbordada. Por el contrario, en un cine en general realista como siempre fue el argentino (cuando no crasamente naturalista) Alcón muchas veces parecía fuera de lugar, como si no cupiera en cuadro.

El actor capaz de hacer deliciosas miniaturas en un escenario, como su extraordinario unipersonal Los caminos de Federico, sobre poemas y textos de García Lorca (increíble su Doña Rosita la Soltera, hecha apenas de inflexiones de voz), solía sufrir en cambio las dimensiones que proporciona una pantalla de cine. Y fue Favio quien, intuitivamente, le proporcionó la película más grandiosa y menos realista para que Alcón pudiera bordar su finísima filigrana.

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