ESPECTáCULOS
Un tributo a la princesa triste
Esta semana, Europa Europa dedicará sus noches a Romy Schneider, rutilante en la pantalla pero con una vida de desgracias.
› Por Verónica Abdala
Romy Schneider (Viena, 1938-1982) se volvió mundialmente famosa tras haber interpretado en la pantalla grande a la emperatriz austríaca Sissi, en 1955. Con el estreno del primer film de la saga, Sissi –que precedió a Sissi emperatriz, de 1956, y Sissi y su destino, de 1957– la emperatriz se convirtió para muchas mujeres en un símbolo posible de la rebeldía frente a los convencionalismos. Y Schneider –hija de dos populares actores de la década del ‘20, Wolf Schneider y Magda Albach Retty–, pasó abruptamente de ser una chica igual a tantas a integrar el firmamento de las llamadas estrellas de cine. Esa figura estelar es el centro del homenaje que la señal Europa Europa emitirá esta semana, desde hoy y hasta el viernes a las 22 (ver aparte).
Tras el rodaje de la saga de Sissi, todo hacía pensar que Schneider tenía el futuro asegurado: era joven (en 1955 no había cumplido aún los veinte años), dueña de una belleza inusual, y poseía el histrionismo necesario para descollar entre las figuras de la época. Pero las cosas rara vez ocurren del modo esperado.
A lo largo de su carrera filmó otras sesenta películas (fue dirigida por Luchino Visconti, en Bocaccio 70 y Ludwig, Orson Welles en El proceso, Otto Preminger y Costa Gavras, entre otros grandes), aunque con ninguna consiguió equiparar el impacto de la serie dedicada a la emperatriz. Aquella experiencia inicial parecía haberla congelado en la memoria colectiva en el rol de la princesa. Antes de eso había interpretado personajes secundarios en películas como Cuando florezcan las lilas blancas, de 1953 o La juventud de una reina, rodada un año más tarde, en las que compartía cartel con su madre, Magda.
En rigor, entre sus veinte y sus 44 años, Schneider pasó el resto de su corta vida intentando mantener primero, y luego añorando, un éxito que, con la misma celeridad con que había irrumpido en su vida, se le había escurrido de las manos. Por lo demás, tuvo una existencia triste y solitaria: al margen del éxito, su vida parecía reducida a una sucesión de desdichas y amores provisorios.
Su segundo marido, Harry Meyen (su primera pareja había sido Alain Delon, el tercero fue Daniel Biasini), se suicidó en Hamburgo en 1979. En 1981, a ella le detectaron cáncer de riñón. Y ese mismo año, David, su hijo mayor, murió en un accidente absurdo, al caer sobre una verja, en casa de los padres de Biasini. El alcohol y las drogas se convirtieron entonces en su más estrecha compañía. Su muerte se produjo once meses más tarde, en junio de 1982, y estuvo rodeada de misterio, al punto que todavía hoy se desconocen las causas precisas de su deceso. El informe médico sostuvo entonces que la actriz había muerto a consecuencia de un ataque al corazón. Sin embargo, la prensa y buena parte de sus conocidos íntimos sostenían que se había tratado de un suicidio. Ella había pedido expresamente que en la lápida de su tumba no figurara su nombre artístico, sino el verdadero: Rosemarie Albach. La fama no le había deparado la felicidad, y quizá por eso al final prefirió resguardarse en el anonimato.
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