ESPECTáCULOS
› YAYO CACERES, UN MUSICO A CABALLO ENTRE CURUZU CUATIA Y MADRID
“Nos enseñaron a avergonzarnos”
El acordeonista y compositor, también actor y docente, explica su relación con el chamamé, género que reivindica y que ayuda a divulgar.
› Por Karina Micheletto
Yayo Cáceres está orgulloso de su pueblo natal, Curuzú Cuatiá, al sur de Corrientes, de donde también son oriundos Antonio Tarragó Ros y su padre. Aunque su infancia correntina tuvo los colores y los olores que hoy describe en sus canciones, a los 18 años Cáceres partió a Buenos Aires buscando algo que aún no podía explicar bien. Estudió teatro con Alejandra Boero y Hugo Midón, pero también terminó de definir su vocación de acordeonista y compositor con padrinos como Tarragó Ros y Teresa Parodi. De allí en más, comenzó un camino de renovación poco transitado en la música del litoral. Su último disco, Exterior, es una buena muestra de esta búsqueda: secundado por el violoncelo del español Rodrigo Díaz, el curuzucuateño maneja con ductilidad un acordeón que suena potente o añorante, o que transforma todo en fiesta, según el caso.
Editado por el sello de cine independiente MATEína, Exterior tiene un arte delicado en el que Cáceres se da el gusto de mostrar sus dibujos y manuscritos, y de detallar cómo nació cada uno de los temas que integran el disco. Porque, explica, así como a él le hubiese gustado saber dónde y cómo León Gieco escribió “Hombres de hierro”, otros pueden sentir lo mismo con sus canciones. “Este es como un viaje hacia atrás: parto de las últimas canciones que compuse, hasta llegar a las de mi infancia”, define el músico. Hay clásicos como “Pájaro Ghoguí”, que el acordeonista hizo sonar “como en una radio de los ‘50”, o “Pájaro Campana” en guaraní, con una letra de protesta que se popularizó en el Paraguay de Stroessner, y temas propios como “Compendio de tres minutos conteniendo instrucciones para aprender a bailar una danza correntino guaranítica denominada chamamé”. El tema no dura tres minutos, pero sí pinta con belleza y cierto humor a Corrientes y a los correntinos.
Tres años atrás Cáceres partió nuevamente, esta vez a Madrid, “angaú (aparentemente) por seis meses”, pero terminó quedándose a vivir. Allí integra la compañía teatral Imbprebís, muestra sus chamamés señalando dónde queda Corrientes en un mapa que improvisa con el brazo, y le hace repetir al público “Curuzú Cuatiá”. Ahora estuvo por unos días en la Argentina, tiempo suficiente para dar un par de shows, junto a los integrantes de Pequeña Orquesta de Reincidentes como invitados, y asistir a un megaasado familiar en Curuzú Cuatiá. A Cáceres le vuelve el acento natal cuando cuenta anécdotas sobre su pueblo, las simpáticas que incluyen asados eternos y extrañas formas de pescar, y las que retratan diferencias sociales estrictas, con símbolos como el “mate acarreado” por los peones hasta donde está el patrón.
Además de actor, músico y compositor, Cáceres fue maestro de música. Su calva no está lookeada: perdió el pelo después de un mes de ayuno en la Carpa Blanca. Aunque en la charla prefiere destacar que hubo muchos como él en esa lucha, y se emociona al recordarlo. “Me da bronca pensar cómo los políticos se cagaron en la Carpa y se siguen cagando en todos los maestros, que ganan una miseria”, dice ahora. “Pero me da mucha más bronca que algunos pregunten para qué sirvió la Carpa Blanca, qué cambió. Dos por tres me trenzo en esa discusión. Cambió la historia de la docencia argentina, claro. Y nos cambió a todos los que la hicimos. Yo ya no soy el mismo. Comprobé que la historia la escribe uno, si entiende que tiene el poder para cambiar la historia”, resalta.
–¿Por qué cree que el chamamé siempre estuvo relegado dentro de la música popular argentina?
–Porque siempre fue música de gente marginal, música de moncho. En Corrientes, en una época estaba muy mal visto escuchar chamamé, así como estaba prohibido hablar guaraní. Nos enseñaron a avergonzarnos de lo que somos. Me acuerdo que cuando tuve la primera fecha importante en Buenos Aires, un amigo me preguntó: “¿Y qué vas a tocar, chamamé?”. Le parecía imposible. Cuando en realidad es una música extraordinaria, muy intuitiva, con una cosa tribal poderosa. Te invita a sentarte y tocar lo que te salgadel nabo, pero no cualquiera puede. Siempre me sorprendió cómo, siendo tan simple en su estructura, es tan complicado de tocar.
–¿Y cómo lo vive como inmigrante?
–En el tema “La aldea” digo: “Mi pueblo es todos los pueblos, muerde y besa con la misma furia loca”. Yo fui buscando ser quien quería ser, y en ese camino tuve que ir cambiando de casa. Porque estoy seguro de que la gran crisis de la humanidad es la falta de vocación: muy poca gente es lo que quiere ser. La mía es una historia que se repite: si rompés con los mandatos familiares la tenés jodida, aunque cuando pasa el tiempo y te va bien te digan: “qué bien que la hiciste”.
–¿Qué entiende un español cuando escucha un chamamé?
–Algunas cosas se pierden, pero en general gusta mucho. En el show yo hablo bastante, cuento anécdotas, explico dónde está Corrientes, dónde nací yo... Sé que tengo que ir despacio. Como dice un amigo mío: si de Corrientes a Buenos Aires hay mil kilómetros para que te entiendan, hasta España hay trece mil.