ESPECTáCULOS
Los símbolos del amor fantástico
La obra “Paraísos olvidados”, de Rodolfo Roca, recurre al mito de la sirena para narrar el momento cumbre en la vida de un hombre.
› Por Cecilia Hopkins
Tanto en la imagen alada que recibió en tiempos remotos, como en la definitiva representación de la mujer-pez, la sirena simbolizó el carácter huidizo del amor femenino. La descripción de esta criatura fantástica que figura en los bestiarios medievales debió originarse en los relatos de los navegantes europeos que aseguraron haberla avistado entre las aguas o en las costas, peinando su larga cabellera sobre las rocas. En La Odisea de Homero, Ulises fue alertado a tiempo: las sirenas atraían a los marinos con su canto hasta hacerles perder el sentido. Entonces él y sus compañeros vertieron cera derretida en sus oídos y se ataron a los mástiles para estar seguros de no ceder a la tentación de acercarse a ellas y cometer, a sabiendas, un acto insensato. El siciliano Giusepe Tomasi de Lampedusa (1896-1957), autor de la novela El gatopardo, en uno de sus últimos cuentos –llamado precisamente “La sirena”– no toma a esta figura mítica para relacionarla con alguna forma del engaño o la maldad, sino para referirse únicamente a un estado ideal de enamoramiento imposible de concretar fuera del mundo de lo fantástico. Así, una de estas mujeres anfibias marca a fuego la memoria de un hombre en virtud del instante irrepetible que vivió al intimar con ella.
El cuento tiene su clímax en el relato de tan misterioso encuentro, pero antes el autor presenta pormenorizadamente a sus personajes, describiendo conductas y costumbres cotidianas. Del mismo modo procede Rodolfo Roca, autor de Paraísos olvidados, texto inspirado en el cuento mencionado que, bajo la dirección de Luciano Cáceres, interpreta el propio autor junto a Sergio Surraco. Los actores tienen a su cargo, respectivamente, al anciano profesor Rosario La Ciura y el joven Pablo Corbera, un siciliano que ha llegado a Roma para hacer carrera en el periodismo, personaje que además funciona como eficiente narrador de la historia. Cuando su trabajo lo permite, él pasa sus tardes en el mismo café que frecuenta el venerable erudito, experto en estudios clásicos, hombre de gestos altivos y pocas pulgas. El joven debe soportar algunos desaires antes de que el anciano le retribuya sus saludos pero, una vez que logra entablar con él una breve conversación, el hielo se rompe para siempre entre los dos. Sin abandonar su empaque intelectual y agudo sentido crítico, el viejo deja que la relación entre ambos progrese lenta pero inexorablemente, hasta que llega el momento de las confesiones íntimas que es, según él mismo afirma, lo único que distingue a la verdadera amistad del simple conocimiento.
La puesta de Cáceres es muy ascética: toma un espacio a modo de friso, a muy poca distancia de la primera fila de espectadores, donde se ubican las dos mesas del bar donde suceden los encuentros y, a un costado, el pequeño rincón que ambienta la casa del profesor. Sobre discretos cambios de iluminación transcurre el relato del sorprendente hallazgo, un racconto sensible que Roca hace suyo recurriendo a la elocuencia del gesto y la palabra sin prisas, en la necesidad de transmitir lo que hasta el momento parecía inefable.