ESPECTáCULOS
› “MY DEAREST, MY FAIREST”, UNA LUDICA OBRA DE ALEMANIA
El lenguaje de los sonidos
› Por Cecilia Hopkins
Hay un aire de reverencia mutua y a la par, un dejo socarrón en los modales de esta pareja que avanza vestida de fiesta hacia el centro de la escena. Los cantantes-actores Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola y Joanna Dudley (representantes de Alemania en el Festival Internacional de Buenos Aires, ambos especializados en música medieval) encienden las velas de un candelabro sin disminuir el embeleso de sus respectivas miradas, en una actitud contenida que, sin embargo, bordea lo farsesco. Y aunque ocupan las cabeceras de una gran mesa, se sabe que no van a compartir una cena porque sobre el mantel no hay vajilla, sino una extraña variedad de instrumentos musicales. El trato ceremonioso que la pareja se prodiga hace juego con el sabor arcaico del romance español que interpreta a dúo. Y su aire juguetón combina con la calidad sonora –tan poco ortodoxa– de los instrumentos que gradualmente instalan en el espectáculo un espíritu que irá acentuándose hasta el final. Porque si bien la velada musical comenzó con voces de timbre académico apenas cruzadas por algún sonido desconcertante, el tono del espectáculo gira decididamente hacia la parodia auditiva, con unos ejecutantes que, salvo en un solo momento, concentran sus afanes recreativos en el rostro y las manos, sin involucrar el resto del cuerpo.
No es que el público tiene la impresión de observar un momento privado de dos excéntricos que han elegido expresar sus sentimientos amorosos a través del canto y los sonidos: la pareja sabe que son el centro de la atención de todos y es por eso que articula el recital poniendo en contexto las composiciones, con lacónicas referencias explicativas. Ambos interpretan un romance sefardí del siglo XIII –que aún se escucha en Bulgaria, Turquía o Jerusalén, según se informa– y, luego de finalizar otro (esta vez con flauta y xilofón), saltando en el tiempo hasta el siglo XVII, buena parte de la velada se consagra a la obra de Henry Purcell: a partir de entonces los intérpretes se lanzan a ejecutar duetos y composiciones instrumentales valiéndose de una colección de juguetes infantiles: autitos a tracción, juguetes de cotillón, una calesita musical y hasta un inverosímil tamborcito infantil que cuelga del cuello del ejecutante. Cuando interpretan una oda soplando dos cornetitas de cumpleaños es inevitable recordar el sonido irreverente de Les Luthiers, aunque a diferencia de aquéllos, prácticamente no se registran cambios en la relación que establecen los personajes, salvando alguna invitación al desafío. Como cuando interpretan un bolero agitando una decena de cencerros, en enloquecida competencia. Si bien se siente la falta de una mirada externa sobre el espectáculo (especialmente para quitar algunos momentos que sobran) el ajustado juego de los intérpretes mantiene un cariz definido: sin apartarse del juego, apelando al sonido del circo o la feria ambulante, bastardea lo clásico y lo popular, pero sin manifestar una postura crítica frente a lo instituido.