ESPECTáCULOS
“Los débiles”, o la instauración del silencio como modo de lenguaje
La pieza de Guillermo Arengo se centra en la figura de una institutriz con aspecto y modos militares, que toma bajo su tutela a dos débiles mentales para darle forma a sus propias y extrañas teorías sobre el universo.
› Por Cecilia Hopkins
Armada en la conjunción de imágenes y sonidos enigmáticos, Los débiles -obra de Guillermo Arengo y puesta de Ana Alvarado– instala de inmediato un clima de amenaza, efecto de la relación asimétrica que presenta la pieza. Se trata del vínculo inevitable que se establece entre una mujer que guarda la expectativa de crear un nuevo orden vital y dos seres frágiles, genéticamente condenados a la dependencia. ¿En manos de quién han caído estos chicos débiles mentales, únicos sobrevivientes de un choque en la ruta? Si bien se informa que hay otros efectivos en este “típico destacamento en medio del campo” donde transcurre la acción, una mujer vestida con un atuendo de vaga inspiración militar (Gaby Ferrero, en excelente desempeño) es la única persona que se hace cargo de los niños (Eliana Niglia y el propio Arengo, en ajustado contrapunto), una tarea que emprende con dinámica resolución y singular rudeza afectiva.
En realidad, hace tiempo que la mujer esperaba la oportunidad de dedicarse a aquellos menesteres. Porque, desde que comprueba que los micros chocan incesantemente en el vecino cruce de rutas, espera que algún día alguna criatura sobreviviente aparezca entre el tendal de personas o animales muertos, para convertirlo en el centro de su vida afectiva. Orgullosa de contar con lo que ella considera una ilimitada capacidad de entrega, cultiva el instinto de adivinar lo que los huérfanos necesitan, aun cuando ellos mismos lo ignoren por completo. Por eso es que, para educarlos, no escatima reprimendas o algún gesto de brutalidad, por más que sus protegidos ya sean adultos. Pero tampoco retacea todos aquellos estímulos que considera básicos para refinar su percepción de la realidad. Así es como, cuando el público entra en la sala, todos se encuentran en plena tarea artística: semejante a una orquesta espectral, el trío interpreta insólitos instrumentos de percusión, tras lo cual se confunden en una danza imposible. Ya liberados de las exigencias estéticas de la mujer policía, los hermanos repiten con maníaca obstinación conductas y fragmentos de diálogos e intercambian primarias muestras de afecto. Hasta que la mujer decide poner en vigencia sus ideas acerca de la creación de un nuevo orden humano que prescindirá de la palabra, un reino que la tendrá a ella misma como inmóvil virgen tutelar, siempre que logre ejecutar el plan sin errores ni arrepentimientos.
La inminente instauración de este universo silente impulsa a la institutriz a atesorar palabras referidas a su pasado. Del mismo modo podría interpretarse su compulsión a comunicarse verbalmente o por escrito, dirigiéndose a la platea toda vez que juzga conveniente alguna aclaración o bien embotellando mensajes para difundir sus teorías. Como arrebatada por un trance hipnótico, la mujer resume el momento en que se produjo el encuentro con los hermanitos y el inicio de sus afanes didácticos. En su refugio –plagado de puertas ciegas y barras metálicas-, donde un calabozo priva de la libertad y al mismo tiempo protege de las acechanzas del exterior, reinan misterios y paradojas. Tanto, que no asombra el hecho de que la figura del padre muerto regreseintempestivamente (sólido trabajo de Miguel Fontes) para confesar aquello que, aunque se haya intuido en su momento, nunca fue dicho expresamente.