Jue 25.09.2003

ESPECTáCULOS  › “NI SOMBRA DE LO QUE FUIMOS”, POR LOS ESPAÑOLES LA ZARANDA

Un grupo de fantasmas viaja en carrusel

Por H. C.

En un lugar penumbroso atravesado por dos hierros en cruz y donde el horizonte parece haber sido sustraído, se desarrollan escenas que son cada una retazos de memorias de personajes sin nombre. Esa condición de anónimos e inclasificables, de marginados que al morir irían a una fosa común, pero que de todos modos insisten en “andar” hacia no se sabe dónde, es propia de Ni sombra de lo que fuimos, última creación del grupo La Zaranda, de Jerez de La Frontera, que dirigido por Paco de La Zaranda se presenta en el Teatro de La Ribera (Avda. Pedro de Mendoza 1821), donde agotó entradas antes de su llegada. Por eso realiza nuevas funciones (ya fuera del Festival), hasta el sábado, a las 20, y el domingo a las 19. Los integrantes de este grupo que desde 1987 trae sus obras expresan una autenticidad tan particular y creativa que resisten la comparación con escuelas y tendencias contemporáneas. Supieron descubrir desde su raíz andaluza aspectos universales, asociándolos a procedimientos rituales, casi míticos. Componen el grupo Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez (o Paco de La Zaranda), Enrique Bustos, Carmen Sampalo y Fernando Hernández.
En sus producciones, el tiempo y su transcurso pueden equipararse una tela desgastada, casi a punto de deshilacharse. En esa trama vulnerada los intérpretes se desplazan sosteniendo o empujando objetos viejos o de desecho hasta conformar cuadros, pictóricos en algunos pasajes, sin que requieran explicación alguna. Cada secuencia contiene, en sus claroscuros, lo imprescindible para que el espectador redescubra su propio imaginario, siempre que intente acercarse al hecho teatral con la mente abierta, libre de prejuicios y dispuesto a dejarse llevar por las emociones.
La singularidad de La Zaranda es tal que no quedan para el espectador demasiadas alternativas: o ingresa a ese conmocionado mundo o lo rechaza de plano. Los símbolos no son un elemento decorativo, sino parte esencial de lo que se cuenta. Aquellos parecen haber nacido con estos excepcionales intérpretes, decididos a no ensalzar ni condenar a sus personajes, que, como fantasmas, no se extinguen nunca. En este trabajo —creación colectiva sobre un texto de Eusebio Calonge, también a cargo de las luces—, los personajes se cuelan, transmutados. La madre del hombre que agoniza podría ser Mariameneo (de Mariameneo, Mariameneo, obra de 1985), que perdió esposo e hijos en la Guerra Civil, y sobre quien el mismo Paco de La Zaranda escribió que se parecía a esos seres que llevan a cuestas “un mundo entero hecho de unos cuantos jirones de sus cosas, gastadas por el uso y el tiempo; vestidos con harapos usados desde siempre, y que llevan cautivo mucho dolor, pero enorme cantidad de vida, vivida hasta el fondo”.
En Ni sombra... se sugiere que todos estos personajes alguna vez partieron, y que desandaron el camino para volver a partir. Para estos trashumantes, el lugar elegido es ahora un abandonado parque de diversiones, donde sólo quedó el esqueleto de un carrusel. La obra se inicia con un pedido planteado a través de un altavoz, alentando a unos invisibles paseantes a treparse al carrusel. Será la última vuelta, según apremia la voz. Aparece entonces un hombrecito que lleva un cono de hojalata a modo de sombrero y con movimientos mecánicos coloca unas barras que se asemejan a las que sostienen los palios o doseles, e impulsa con su propio cuerpo el carrusel. La música y las luces mimetizadas con la acción de este personaje crean atmósfera y preludian la entrada de otros seres, imágenes acaso provocadas por un delirio. En ese singular microcosmos puede distinguirse a un retratista, especie de observador del grupo, y a un hombre a punto de morir, a una joven que cree ver el futuro en los naipes y un viajero que insiste en decirle al retratista que ésa es la última vez que lo acompaña a ninguna parte.
El deambular en círculos de seres vulnerables se reitera también en esta obra, aunque quizá con menos insistencia que en Perdonen la tristeza(1992), Obra póstuma (1995) y Cuando la vida eterna se acabe (1997). Pero al igual que en éstas y otras producciones del grupo, trasciende la noción de que alguna vez hubo ideales que fueron arrebatados o perdidos, probablemente sin tener conciencia exacta de cuándo ocurrió. “Estoy harto de dar vueltas”, dice uno, a quien otro contesta: “Acá no queda otra cosa”. Esa mecánica, utilizada a menudo por La Zaranda, de introducir en la obra frases del lenguaje coloquial, y lamentos y humoradas cotidianos, resultan naturales en el contexto de Ni sombra... Incluso la lapidaria “Tú no eres nadie” se tiñe de comicidad. Quizá porque aquí las cosas “suceden” de forma terminante, inventadas o no. En esta obra, una mujer “echa las cartas” para convalidar o desestimar “infundios tristes”, y el retratista simula tomarle una foto al público, lo mismo que al que agoniza montado sobre el único caballo del carrusel. Pero el hombre retratado no se parece al real. Tal vez porque la “renegrida” tomó su presa.
En esta nueva exploración los simbolismos se afinan, al igual que el ritmo impreso a palabras y acciones, que en algunos tramos desembocan en sonidos y movimientos acompasados, semejantes a las marchas procesionales de la Semana Santa andaluza. Esas irrupciones y las metamorfosis que los intérpretes logran con los objetos dislocan una realidad teatral en la que se combina la tragedia con el humor negro y simple de raigambre popular y jerezana. Esto significa que ningún misterio será develado, que, como todo teatro que toma en cuenta lo onírico, retacea respuestas aunque sus personajes estén bien despiertos. En Ni sombra... caben infinidad de preguntas. Se podría inquirir sobre el porqué de tanta diáspora y tanto llamado desesperado lanzado desde el silencio. Probablemente, algo le aclare al espectador lo que dice aquí un personaje: que se necesita mucha esperanza para buscar otro camino, para internarse en lo desconocido.

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