ESPECTáCULOS
› UNA NOTABLE PUESTA DE MONOLOGOS EN EL C. C. DE LA COOPERACION
Tres artistas que llenan la escena
En “Yo manifiesto”, Alfredo Alcón, Silvia Dietrich y Eduardo Pavlovsky hicieron vibrar al público que llenó la sala, con textos de resonancias sociales que demostraron la enorme riqueza de recursos de los intérpretes.
› Por Hilda Cabrera
En la segunda presentación de Yo manifiesto –espectáculo coordinado por Roberto Castro– se pudo completar un trabajo artístico de características singulares. No se trata de un panfleto, según podría deducirse del título, sino de tres obras que, con diferente temática y estilo, conectan con lo social. Participaron “tres voces mayores de la dramaturgia”, como puntualizó Hugo Urquijo, director de uno de los monólogos que componen esta propuesta. Precisamente, aquel que no pudo escenificarse el lunes 15 en el C. C. de la Cooperación. Se trata de Definitivamente, adiós, de Roberto Cossa, texto que le había sido asignado al actor Jorge Suárez, quien no pudo cumplir su tarea por razones de salud. Entonces, el actor Alfredo Alcón se ofreció solidariamente a leerlo. Fue así que, bajo un potente foco de luz, este artista de exquisita sensibilidad descubrió asuntos que marcaron a tres generaciones.
La lectura de Alcón trasmutó en imágenes historias de exilios y supervivencias que incluían a un hijo, un padre y un abuelo. Tristezas, alegrías y nostalgias subyacen en el pensamiento que expresa el nieto Paquito, un hombre de unos 35 años que se expresa con acento español y sostiene (según las acotaciones de Alcón) una pequeña urna funeraria, frente a una lápida. Es el nieto encargado de reconciliar a su padre, fallecido y convertido en cenizas, con el abuelo que emigró a Buenos Aires huyendo del franquismo. El actor no canturrea ninguna canción de la Guerra Civil: señala, sencillamente, las anotaciones del texto, sustituyendo la interpretación con la musicalidad que se desprende del lenguaje. Pero esta historia no finaliza con el recuerdo de la tozudez de un padre y un abuelo que, aun queriéndose, dejaron de verse. Existe otro Francisco (éste es el nombre con que fueron bautizados todos); tiene siete años y le gusta que lo llamen Charly. El monólogo de Cossa evidencia una cierta añoranza por modelos de pensamiento más comprometidos con la realidad, tal como aparece plasmado en el biznieto que trabaja en Madrid, en “una empresa respetable”. Ese personaje es el que resume el entramado contándole a su chaval que el bisabuelo “luchó en la guerra en España y lo mataron los fascistas, y el abuelo luchó en la guerra en la Argentina, pero salvó su vida y se vino a España”. Este recuento lleva al hijo de siete años a preguntarle por qué peleaban. “Bueno... peleaban por sus ideas”, dice el padre. “¡Qué jodones!”, es la conclusión del muchacho.
“No, Rosie, moriste el 20 de diciembre del 2000, no del ‘99. Te sacás años de muerta por pura vanidad. Sólo recuerdo dos fechas en mi vida. La de tu muerte y el 6 de agosto de 1945, mi primer y último orgasmo.” Así comienza su parlamento la madura Bianca en Apocalipsis mañana, de Ricardo Monti. Le habla a su hermana muerta, y cuenta qué pasó antes y después de esa desaparición. La intérprete es Silvia Dietrich, excelente tanto en el manejo de la voz como del cuerpo. La dirige Mónica Viñao en un trabajo exigido, intenso. Su personaje se anima a confiar deseos y rencores, aspectos de una soledad amorosa que –cree– la ha devastado tanto como a la tierra una bomba.
En su descontrol emocional, la mujer asocia la destrucción de Hiroshima con su único orgasmo compartido: “Ese hombre me arrastró, Rosie, fue un huracán atómico sobre mí”, confiesa a la hermana ausente. Pero en este Apocalipsis del presente habrá otro “huracán” que la desestabilice. Sólo recordarlo le infunde miedo y la induce a buscar consuelo en la droga que la convierta en una señora feliz. La desequilibra la realidad cotidiana: ya no puede, como lo hacía antes, asomarse al mundo a través de las imágenes que le ofrece la TV. Un día decidió salir a la calle. Se topó con una suciedad desconocida y con gente que corría, alguna con el rostro desencajado y otra con ira. La señora recluida en su pequeño mundo vio y escuchó explosiones que no eran las íntimas, y se vio empujada y pisoteada por una avalancha. Descubrió otro muchacho de ojos negros, como los de aquél que le provocó el primer orgasmo compartido, pero ella era ahora una “vieja podrida” y el muchacho la miraba, pero agonizando. Desde entonces “no pudo cambiar de canal”. Una frase que la transformada Bianca reitera mientras la luz del escenario se apaga lentamente.
Imperceptible es el monólogo que escribió e interpretó Eduardo Pavlovsky, dirigido por Susana Evans. Lleva música de Martín Pavlovsky y asesoramiento en luces de Norman Briski. El trabajo de Pavlovsky es totalizador, aunque su personaje diga lo contrario: “La desesperación era no poder lograr sino únicamente fragmentos –parcialidades–, pero jamás una obra acabada”. Este juego con el personaje da la impresión de ser al mismo tiempo un diálogo consigo mismo, desdoblamiento que da lugar a situaciones enjundiosas y cómicas, que el público festeja. “Un día mi madre, que conocía mi sufrimiento diario, me dijo: si hubiera sabido que ibas a sufrir tanto te hubiera abortado”, apunta. Lo cierto es que su relato, con saltos en el tiempo y aparentemente no sistematizado, va desde aquella impotencia por no “totalizar” hasta las experiencias de un fanático de Independiente, desde las dificultades de erección en un tiempo en que no existían los estimulantes en comprimidos hasta aquellos otros momentos en que podía lucirse ante las mujeres.
Lo risueñamente patético de estos y otros desniveles del físico y de la mente es que conducen al personaje a pensar en el suicidio. Sólo el convencimiento de que puede acabar con su vida le permite disfrutar ésta de modo diferente. Hasta las anécdotas que se empeñaban en contarle unas tías le resultan atractivas. Es siempre dentro de ese andamiaje de ficciones que el personaje se abre a la confidencia, y hasta haciendo gala de una ironía intelectual, especialmente cuando confiesa su pasión por los niños y las niñas: “Lewis Carroll... ¿quién puede decir que era obsceno?”, arriesga. “En las fotos a las niñas ¿no se remonta la belleza mística divina?” La voluptuosidad que envuelve al personaje provocó extrañamente fuertes risas en el público que asistió a la función del lunes: les resultaba un asunto decididamente cómico. El clima se modificó recién cuando el personaje, con gesto vencido, sugirió que era posible comunicarse con lo divino a través del contacto con niños y niñas, especie de ángeles, más negritos que rubios si es que salen de las villas, y que acaso “existir” valga la pena.
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