ESPECTáCULOS
› “ARTAUD RECUERDA A HITLER Y AL CAFE ROMANICO”
La desesperación en una caja
› Por Hilda Cabrera
Se ha escrito que la vida y la obra del escritor, poeta, actor y director francés Antonin Artaud inspiraron una nueva conciencia de la rebelión. Con esa afirmación se encorsetó a una personalidad sumamente compleja. “Lo que hago es huir de lo claro para aclarar lo oscuro”, dejó asentado este artista, al que es imposible captar, especialmente en el sentido último de sus diatribas contra la inanidad social y los silogismos del pensamiento. Conmocionó a sus pares, y a lectores y espectadores. Por lo tanto, no fue sencillo para quienes asistieron a las funciones de Artaud erinnert sich an Hitler und das Romanische Café. Eine halluzination (“Artaud recuerda a Hitler y al Café Románico. Una alucinación”) –obra de Tom Peuckert presentada por el Berliner Ensemble– hallar alguna relación entre el artista francés y el Führer. Se menciona una esquela, brevísima, de 1943, de Artaud destinada a Hitler (quien nunca la recibió), en la que memora en tono exasperado un encuentro imaginario en mayo de 1932 en un café berlinés, cita de intelectuales y artistas de la época. También que la misiva fue pergeñada en el establecimiento psiquiátrico de Rodez, donde Artaud escribió otras, editadas en Lettres de Rodez (1946), y que quien recuerda, en esta puesta de Paul Plamper, es un personaje que quiere ser actor. Este no “actúa” a Artaud ni a Hitler, pero intenta transmitir la interioridad que lo anima a través de ese “atletismo afectivo” que propició el francés en los ensayos de El teatro y su doble, de 1938.
Refugiado (o preso) dentro de una caja acristalada, el personaje que interpreta con asombrosa ductilidad y entrega el actor Martín Wuttke dirige al público frases truncas, interjecciones, gritos y jadeos a través de un micrófono. Se supone que transmite el pensamiento de un Artaud que sufre ataques de migraña, como Hitler, y se halla en tensión por vivencias nunca dichas y metafísicos estremecimientos. La migraña encuentra aquí salida en las expresiones de furia en contra de una burguesía complaciente y la ausencia de una visceral rebelión artística y social.
El trabajo de Wuttke es en ese espacio (patio interior, “pecera” de un estudio de radio o celda de un interno que delira) muestrario de un despojamiento tan asombroso como chirriante. La escenografía de Paul Lerchbaumer subraya esa soledad del actor que no puede eludir asuntos como la crueldad (en el sentido de lúcida determinación del espíritu y no de carnicería) ni los referidos a la “localización física” de emociones y sentimientos. Fue Artaud quien escribió que “el alma tiene una expresión corporal”. Esta concepción no es obviada por los responsables de esta pieza que se vio en el Alvear y tiende un bizarro “puente” imaginario entre Artaud y Hitler.
Nacido en Leipzig en 1962, Peuckert (autor, entre otras, de Nietzsche, de 2001, y Kaspar Hauser Bombe, de 2002) no dejó fuera los aspectos más relevantes del fundador del Teatro Alfred Jarry (creado junto a Roger Vitrac, en 1927). En su obra se descubren temas tratados en los ensayos que integran El teatro y su doble, y breves alusiones a El hombre contra el destino (de Los Tarahumaras). Es justamente por la adhesión de Artaud al surrealismo (sólo en su etapa inicial), que entre otros puntos reivindicó la vida en contra de la caricatura, que resulta inesperadamente convencional la secuencia con la que culmina el montaje de Plamper. Frente a este cierre, se supone que el personaje se hartó de las abominaciones del poeta francés contra una sociedad con la que no comulgaba por considerarla falsa y decidió amoldarse a la “caricatura” que propone otra sociedad, más actual pero igualmente falsa. Es así que, transmutando la desesperación del encierro, el personaje abandona la caja acristalada por un boquete en el techo y se convierte en un cantante que, micrófono en mano y con un juego de luces semejante al de una disco, entona “Je suismalade”. Con este final, el director instala una broma y una convención muy a la moda. Ahí se acaban las transgresiones de la puesta.
Lo impresionante en esta obra es el trabajo de Wuttke. Sólo en su labor se descubre ese feroz y desesperado grito de un Artaud que, en tanto teórico, alentó en el teatro la inserción de imágenes que “quebranten e hipnoticen la sensibilidad del espectador”. Este artista impulsaba un torbellino que, en su totalidad cósmica y metafísica, no puede compararse con el engendrado por Hitler. La obra no se aleja demasiado del teatro “enmascarado”. Tampoco es “peligrosa”. En cuanto a Wuttke, sus acciones físicas semejantes a fotogramas provocaron risa en el público que asistió a la primera función, y su transmutación en cantante, alivio. Ese final suavizó las transfiguraciones y los gritos desgarradores del personaje-actor, la “trituración de los ritmos y sonidos”, como pedía Artaud.
El equipo creador de esos climas lució impecable. Lo integraron Dietrich Baumgarten (iluminación), Ralf Gäbler (sonido) y Plexiq (música). Como habían adelantado el actor y el director, el espectáculo estaba concebido desde “una perspectiva en tono de comedia”. Lo concreto es que la brutalidad de una frase muy transitada de Artaud, “Allí donde huele a mierda, se huele el ser” pertenece a otro territorio. No es el mismo de Hitler. Tampoco éste fue la peste que deseó Artaud para acabar con la estupidez y la soberbia. De todas formas, tanto Peuckert como Plamper están a salvo: la obra lleva por subtítulo “Una alucinación”, y se sabe que en ese estado todo es posible.