Dom 28.09.2003

ESPECTáCULOS

Kings of Leon, la nueva esperanza blanca del rock

Son tres hermanos y un primo, de entre 16 y 23 años, de Nashville, en el sur profundo de los EE.UU. Su disco debut, “Youth and Young Manhood”, editado en la Argentina, revive el rock guitarrero y rutero tradicional, pero con un condimento punk potenciador.

La profecía autocumplidora subyacente en Casi famosos resultó. En aquella película que contaba la historia de iniciación de un joven periodista en el mundo del rock, había una banda llamada Stillwater, con todos los clichés sonoros y de imagen posibles para el 70’s show (pelos largos, bigotes y barbas, jeans y remeras ajustadas, guitarras eléctricas a todo volumen, look rutero). No pocos vieron en aquella representación, una proyección alegórica de los Allman Brothers, los más famosos representantes del rock sureño USA circa 1973 junto con Lynyrd Skynyrd. Pues bien: aquellos ficticios Stillwater son ahora estos reales Kings of Leon, la nueva esperanza blanca del rock anglosajón surgida desde Nashville, Tennessee. Su disco debut, Youth and Young Manhood (editado esta semana en la Argentina), acumula elogios, dispara reflexiones sobre la impronta generacional que representa –jóvenes que apenas superaron la adolescencia y que tocan el rock que tuvo su cuarto de hora cuando ellos no habían nacido– y también despierta polémica en el primer mundo anglosajón.
Es que esta última vorágine musical ciertamente revivalista, pero también fresca y cuanto menos movilizadora, llamada retro-rock –un amplio arco de estilos e influencias que involucra nombres como The Strokes, White Stripes, The Hives e incluso Black Rebel Motorcycle Club–, carga el estigma del reciclaje liso y llano aunque por mérito propio supere la media de la clonación en la década pasada (Lenny Kravitz y Ben Harper). En el caso de KOL, la imagen potencia el efecto “túnel del tiempo”: obsérvese, en riguroso blanco y negro, el aspecto de estos jovencitos rockeros. No es 1971, es 2003. Siglo XXI.
La historia oficial de KOL ofrece el atractivo suficiente para escribir el guión de una película. Esta banda es un asunto familiar: inicialmente fueron los hermanos Caleb, Nathan y Jared Followills, más tarde se sumó el primo Matthew. Los Followills brothers son hijos de un predicador pentecostal ambulante y de una cantante folk, así es que pasaron su infancia en el asiento trasero de un auto viajando por rutas y caminos regionales del sur profundo, entre canciones folklóricas, sermones y grabaciones de Neil Young, los Rolling Stones y Bad Company. Pero cuando ingresaron en la adolescencia y salieron del auto, se cruzaron con otra música: The Pixies, Olivia Tremor Control, Built to Spill. Más acá en el tiempo, ayer nomás, apareció White Stripes (a esta altura, líderes indiscutidos de una corriente purista en esta circularidad de la historia rocker). “A ellos no les importaba realmente el tipo de música que estaban haciendo. Hacían la música que querían hacer y no había ninguna intención de comercializarla... O al menos no creo que intentaran ser comerciales”, declaró Nathan Followill a la sección noticias del sitio MTV.com. Nótese la utilización de la palabra “comercial” ¿No se parece al tipo de declaración que podía esperarse de un rockero modelo ‘70? ¿No es el concepto que sirvió como enemigo visible en la constitución de las bases del rock argentino? (aquello de “transar o no transar” ¿no?).
“Como si The Allman Brothers fueran versionados por The Who”, sintetizó la revista Rolling Stone edición Estados Unidos. Entonces ¿cómo suena Kings of Leon para que tanto se hable de ellos? En la inmensa e inabarcable oferte de novedades que ofrece cada día la pasarela global del rock –potenciada desde el tráfico por Internet–, estos jóvenes se destacan por algo más que su look Casi famosos. Lo de ellos es rock sureño tradicional, tal como siempre se lo entendió. Esto es: guitarras eléctricas listas para cabalgar sobre una sólida base bajo-batería e incluso coloreado desde el difícil acento made in Nashville (la capital mundial del country) que acredita el joven Nathan. Pero hay algo más, una quinta velocidad que le otorga su sabor único. Cierta urgencia punk en la manera de acelerar, con una marca indeleble de coro de iglesia que todavía debe resonar en sus cabezas (chequear, si no, el pulso AC/DC combinadoscon las palmas religiosas en “Spiral staircase”). Aún cuando detienen su marcha –cosa que sucede esporádicamente, por cierto, a lo largo de sus 11 canciones plus el tradicional track oculto, ubicable pasados los 6 minutos de la última canción “oficial”–, siempre rodean y a veces aciertan en el blanco del sucio sonido alla Dylan con The Band en los célebres Basement Tapes y, más acá en el tiempo, el nervio motor de Time out of mind y cierto momentos de Love and Theft. Pero, sumado al tipo de sensibilidad pop extra que ofrece el también joven e iracundo Ryan Adams (cuyo soberbio disco Gold contribuyó al regreso de este rock guitarrero). Si alguien escribió que se trataba de unos “Strokes del sur profundo”, intentando minimizarlos, los resultados invierten la carga de la prueba. Como los niños ricos neoyorquinos, ungidos como la nueva maravilla de la primera década del siglo XXI (en menos de un mes aparecerá su esperado y demorado segundo disco), estos campesinos nativos de Nashville aportan su instinto pop en canciones de simple desarrollo y atractivo estribillo, como sucede en las enérgicas “Joe’s Head” y “California waiting”. Todo eso es bastante más que rock copiado y pegado desde los setenta por parte de unos melenudos con una linda historia familiar para contar, que visten y posan como perdidos en el tiempo.

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