Sáb 09.03.2002

ESPECTáCULOS  › OPINION

Los diamantes son eternos

› Por Eduardo Fabregat

Te acordás cuando eras joven y brillabas como el sol? Brillá, diamante loco... Roger Waters cantaba y el cielo se recargaba de relámpagos, y las pieles se erizaban, en uno de los momentos exactos que la multitud había ido a buscar al estadio de Vélez Sarsfield. Tan hierático como siempre, por momentos jugando de taquito –y con eso le sobraba–, el dueño de buena parte del patrimonio de Pink Floyd desembarcó en la Argentina a la altura de su leyenda, al frente de un sonido como nunca antes se había escuchado en un estadio local: la combinación entre las cajas de escenario y las que se repartían por las tribunas (dedicadas mayormente a efectos) convirtió al lugar en una auténtica catedral de sonido. Lo hizo con esas canciones, que tampoco se habían escuchado nunca en vivo. Y lo hizo con esa pose de escasas pulgas que lo distingue desde hace años. En Waters, la demagogia y el egotrip pasan en todo caso por mostrarse delante de un telón blanco al comienzo, recorrer un poco las alas del escenario para bañarse sin un gesto en las ovaciones resultantes, o tocar “Get your filthy hands off my desert”, que no será el tema más relevante de The Final Cut pero menciona a Galtieri y había que ver la reacción de un estadio repleto.
Es que Waters arrancó con el partido ganado. Dividido en dos tiempos de exactos 75 minutos (más los bises), el show puso de movida toda la carne al asador. Era obvio que la noche comenzaría con “In the flesh”, pero ubicar en segundo lugar nada menos que “Another brick in the wall Pt. 2” (que cualquiera hubiera jurado, con bastante lógica, que tocaría hacia el final) dejó entregado al público desde el vamos. Quizá por eso quedó en segundo plano una cuestión central de tanta y tan disfrutable exhumación floydiana, que es cómo se hace para llenar los zapatos de David Gilmour. Frente al dilema –imposible de resolver porque Gilmour hay uno solo, y no hace falta abundar en la tormentosa relación entre ambos músicos–, Waters resolvió la falta del nueve más habilidoso con una acumulación de delanteros, no siempre acertada. La labor de los tres guitarristas fue de menor a mayor, pero resultó el punto menos convincente de una noche en la que la emoción logró cubrir la ausencia de la otra mitad.
Ausente Gilmour y con Harry Waters revelándose como una especie de Rick Wakeman rastafari, In the flesh fue lo que su título indicaba: un Roger de carne y hueso, que fue de “Welcome to the machine” y “Wish you were here” a la suite “Shine on you crazy diamond” –donde al fin los violeros encontraron el pulso necesario–, y de allí a una segunda parte que se apoyó en Dark side of the moon, icono mayor de Pink Floyd y por lo tanto el broche ideal. Horas después, la piel vuelve a erizarse con el mero recuerdo de una multitud embelesada, un cielo partido por los relámpagos y una voz susurrante que pregunta: Remember when you were young...? Los años de Floyd han pasado. Pero los diamantes son eternos.

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