ESPECTáCULOS › DIVIDIDOS LLENO TRES VECES EL GRAN REX CON SU SHOW ELECTROACUSTICO
Cómo aplanar sin perder la ternura
El trío volvió a unir diferentes puntos de su historial con versiones que demuestran que sus ambiciones están más allá de la mera potencia. Casi diez mil personas pusieron el marco merecido.
Por Pablo Plotkin
En el rock, los ritos iniciáticos pueden resultar indelebles. Así como a Morrissey su público sigue ofrendándole gladiolos (una costumbre del tiempo de The Smiths que a él se le antoja un tanto despreciable), a Divididos su gente sigue llamándola la aplanadora del rock and roll. Si bien la definición es bastante engañosa, o al menos reduccionista, a esta altura funciona como un mero subtítulo. En esta triple presentación en el Teatro Gran Rex, calcada del disco doble que acaba de editar (Vivo acá), Divididos se desdobló en pequeña orquesta multiculti semidesenchufada y, después sí, pasó al formato de trío rockero. Pero la idea es aplanar sin perder la ternura. Así es que el final del show, epílogo de un bloque de intensidad eléctrica, entrega un momento luminoso y extraño. Los tres Divididos tocando guitarras electroacústicas bajo una guirnalda de bombitas de colores, como mariachis porteños. Ricardo Mollo desprendiéndose, subiendo las escaleras hacia el pullman y entonando los versos de la balada suburbana Pepe Lui.
La cosa no termina ahí. Porque Mollo, Diego Arnedo y Jorge Araujo se van del Gran Rex tocando, caminando el pasillo de la sala con sus amplificadores portátiles a cuestas, rodeados de haces de luz y patovicas gigantescos. Mientras tanto el público, más atónito que histérico, intenta alcanzar a los músicos con las manos, pero su salida del teatro es una fuga cronometrada. De pronto los tipos que estaban sobre el escenario son los primeros en irse a casa, a bordo de un remís que los espera pegadito a la vereda. La banda saluda a través de las ventanillas y la gente, luego de dos horas de show, está contenta y algo estupefacta. El final no sólo es divertido porque invierte el registro geográfico del concierto (borronea los bordes entre ese momento de fantasía escénica y el tránsito de la calle Corrientes), sino porque convierte al show en una especie de unidad hermética, ajena al reclamo de bises y a toda posible trama de camarín: el grupo entra y sale por la puerta general y permanece en el teatro sólo el tiempo que dura el espectáculo.
Estas tres funciones, repeticiones de los conciertos que alumbraron Vivo acá (quizá eso le faltó al show: un mínimo de sorpresa), honran los quince años de vida de una de las bandas musicalmente más ambiciosas del rock argentino. Un tipo de show que, sin complejos, se define por la complacencia (hacia el público y hacia ellos mismos). La primera parte es casi hogareña: los músicos sentados, comentando cosas, tocando instrumentos complejos y explicitando el momento de goce. En ese espacio de intimidad, Divididos filtra canciones nuevas y viejas en pequeños bloques temáticos. Casitas inundadas a votar y Gárgara larga fueron compuestas con más de una década de diferencia, pero parecen operar sobre un mismo imaginario estético y filosófico. El pasaje telúrico comienza con Ortega y Gasés y sigue con Andá a lavártelos y Niño hereje. Mollo y Arnedo, chacarera y malambo, actúan como animadores de peña. Enseguida la banda se engrosa con músicos invitados. Juanchi Baleirón (Los Pericos) toca un solo de guitarra tropical y melancólico sobre el reggae Sisters y Carlos Arín provoca que su saxo barítono suene embriagado en Dame un limón, tambaleante oda al final de fiesta.
Todo había comenzado con un video retrospectivo. Tito Fargo musicalizaba desde la cabina imágenes viejas de toda la carrera de la banda: Halley, Cemento, Vélez, sala de ensayo, asado en la quinta. Si bien se extendió más de la cuenta (veinte minutos), la cinta confirma esa voluntad de memoria y balance de una banda que atraviesa un período de excelente humor escénico. Por eso Mollo se ríe cuando la parte más rockera de su público le pide electricidad al final del acusticazo multiétnico. El telón se cierra y por la rendija de aire se cuela una luz estroboscópica que acompaña el solo de batería de Araujo. Cuando el telón se reabre, la banda descarga su clásica versión de El arriero, de Atahualpa Yupanqui, y parece sugerir que los mundos siguen cruzados, más allá del volumen, los electrodos y la distorsión. Una sensación que se intensifica cuando, en Mañana en el abasto, Fortunato Ramos aparece desde el lobby del Gran Rex blandiendo diametralmente su erke, esparciendo el sonido del cuerno sobre las cabezas de los espectadores y alterando la lógica del show de rock. Haciendo eso que Divididos sabe hacer tan bien.