El chiste es el de siempre: ¿por qué debería ser otro? El conejo y el pato frente a la escopeta del hombrecito pequeño y pelado. “Temporada de conejos”, dicen los carteles, pero alguien ha ido tachando conejos y poniendo patos en su lugar. A la hora de la verdad, cada vez que la escopeta lo apunta, el conejo dice “Temporada de patos”, y apunta la escopeta hacia el pato. Y el pato dice “Temporada de conejos”, y vuelve a poner al conejo en la mira. Pero el pato es Lucas y el conejo es Bugs, así que alcanza con que el conejo diga que es temporada de conejos y se apunte con la escopeta, para que Lucas se deje llevar por la discusión y deje bien en claro que la temporada es de patos, y él es un pato, así que al que hay que apuntarle es a él. Sólo cuando Elmer ya le ha disparado se dará cuenta de que, otra vez, ha hecho el ridículo. Algo que el verdadero Lucas de tinta y plumas, sentado en el microcine de la Warner viendo esos avances de su próximo largometraje, decidirá que ya han sido suficientes disparos. Por eso les pedirá a los mellizos Warner que elijan entre el conejo y él, y los gerentes y ejecutivos elegirán al conejo y pondrán al pato de patitas en la calle.
Como un homenaje animado a Las reglas del juego (1992), aquel film de Robert Altman que desnudó como ningún otro la mediocridad creativa de los grandes estudios, así comienza Looney Tunes: de nuevo en acción, la película con la que Joe Dante decidió revivir a los míticos personajes de la Warner. Algo que ya había sucedido en Space Jam (1996), un exitoso producto protagonizado por Michael Jordan. Pero que mutiló tanto las personalidades originales de los dibujos al punto de que Dante –un fanático del género, que nunca se privó de homenajear a Chuck Jones en sus films– denominó a su proyecto en un principio sencillamente como Anti Space Jam. Con un ridículo pero ingenioso guión de Larry Doyle, que no sólo respeta cada una de las idiosincrasias de los personajes sino que también se las ingenia para imaginar el escenario ideal para la reaparición de cada uno, Looney Tunes... tiene un desierto para el Coyote y sus inventos, un patio para Tweety, la abuelita y Silvestre, todo el espacio para el marciano Marvin, Las Vegas para Yosemite Sam y hasta un bar donde Porky y Speedy se puedan quejar de la dichosa corrección política, que ha borrado de la pantalla a los personajes tartamudos y cualquier estigmatización de las minorías étnicas.
Protagonizada por un Brendan Fraser, que a esta altura de su carrera ya se ha recibido de dibujo animado honorario, y con Steve Martin como el malvado al frente de la desalmada corporación Acme –dos protagónicos cuyo disfrute es irremediablemente arruinado por el doblaje, ya que no hay copias subtituladas–, Looney Tunes es un dibujo animado de hora y media, una duración algo extensa para una película repleta de semejante cataratade estímulos, propia de un corto animado. Tal como Tarantino lo hizo en Kill Bill con el cine de acción oriental, Dante ha llenado la pantalla de su película con innumerables citas y homenajes al universo más cult del cine norteamericano. Al punto de lograr un segmento animado que envidiaría más de una película actual, al unir arte popular y arte con mayúscula paseando a Bugs y a Lucas por los cuadros más famosos del Louvre. Con feroces críticas a la industria moderna de Hollywood (y a la modernidad a secas) y un fanatismo a toda prueba, la gran sorpresa del film sin embargo es que no termina despertando el entusiasmo que debería. Es más, por momentos no hará más que convencer a sus espectadores más fanáticos de que esos buenos tiempos se han ido para siempre.