Lun 05.01.2004

ESPECTáCULOS  › OPINION

Sencillamente Pity

Portaba un apellido tan raro –Yñurrigarro– que para casi todo el mundo era sencillamente Pity. Su voz como de canario y su espíritu casi infantil a la hora de las amistades remitían más a Tweety que al prototipo de los vascos ancestrales. Pero podía ser cabezadura. Fue durante casi un cuarto de siglo el manager de León Gieco, hasta que una enfermedad pulmonar se lo llevó al cielo de los empresarios, si es que existe. León lo conoció en uno de sus peores momentos: venía del exilio, el dinero no abundaba y el hombre que había manejado el primer tramo de su carrera, Daniel Melgarejo, que fue casi como su segundo padre, acababa de morir. Deprimido, se refugió en Piriápolis, en busca de paz interior. Allí fue a buscarlo el empresario musical Oscar López, que con sus tiempos siempre acelerados le dio un consejo sobre quién debía ser su nuevo representante. Lo definió así: “Pity Iñurrigarro, un concheto que no tiene nada que ver con el rock, no usa drogas, tiene plata y no te necesita, pero quiere laburar con vos”. León dudó, pero una serie de gestos de Pity lo convencieron. Nunca fueron amigos-amigos, pero desde el principio de los ‘80 hasta diciembre del 2003 León tuvo claro que había alguien dispuesto a financiar sus delirios, ponerse su camiseta y creer con fervor en la importancia de sus canciones.
Pity y León pensaron y llevaron adelante juntos, con Gustavo Santaolalla, De Ushuaia a La Quiaca, por ejemplo. “Fue muy importante que Pity se enganchara con la idea y me apoyara sin condicionamientos”, le contó León al periodista Oscar Finkelstein para el libro Crónica de un sueño. “Yo sé que si se me ocurre hacer algo que no tiene un rédito económico, como los conciertos de Pete Seeger en Buenos Aires, o si se me ocurre grabar un disco en el fondo del mar, él me va a apoyar.” Si no fueron amigos es porque vivían en dos planetas cuyas órbitas sólo se cruzaban por ellos. Pity era del country El Carmel, de Punta del Este y, al final, de Deepak Chopra. Al día siguiente de su muerte, la página fúnebre de La Nación se llenó de recordatorios de gente de su clase. Apellidos como García Belsunce, por ejemplo. Verlos juntos podía ser un espectáculo: al lado de la indumentaria neoza-patista de León, los trajes caros y las corbatas finas de Pity parecían de caricatura. Pero se trataban con un respeto de hermanos. “Leoncito me puede...”, confesaba aquel hombre de risa fácil y billetera difícil. El día que Página/12 festejó sus quince años, León sacó en público la cuenta de lo que había gastado en ese lapso y le resultó fácil: lo había comprado todos los días, desde el principio. Para Pity, un día no era un día si no leía La Nación.
Pity empezó su carrera cuando León se vino a Buenos Aires desde Cañada Rosquín, al terminar los ‘60. Pity era un habitué de los boliches de onda, mientras León se instalaba en una pensión de Moreno y Defensa. Antes de que León grabase su primer disco, Pity fue manager de Pintura Fresca –un grupo de la música por entonces llamada comercial, para separarla de la progresiva– hasta que un accidente terminó con la vida de tres de sus integrantes. Luego tomó a Banana, y fundó una agencia en sociedad con Mario Arenas, que aportó Trocha Angosta. Todo muy zona norte, muy drinks al lado de la pileta, muy in. Pero había en Pity una curiosidad personal y una avidez por nuevos negocios que lo fueron acercando de a poco al terreno del rock, con cuyos empresarios popes –Daniel Grinbank, Oscar López y Alberto Ohanian– tuvo sociedades más o menos efímeras. Sus amigos decían que era una fiera a la hora de vender shows y garantizarles a los artistas las mejores remuneraciones. Sus enemigos le imputaban su incapacidad para generar proyectos artísticos nuevos. “Toma lo que ya existe y lo explota al máximo”, decían.
Como fuese, en los ‘80 produjo, en Argentina y Uruguay, una cantidad impresionante de discos y espectáculos de artistas como Mercedes Sosa, Charly García, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Nacha Guevara, Les Luthiers, Joan Manuel Serrat, Luis Alberto Spinetta, Alejandro Lerner, Rubén Rada, Fabulosos Cadillacs, entre otros negocios, como una sociedad con Gato Dumas para la concesión de las comidas a bordo de Buquebús. En la segunda mitad de los ‘90 intentó un show del tenor español José Carreras en el Hipódromo de Palermo y una suspensión por lluvia le produjo una debacle financiera que capeó de a poco, remando y tragándose el orgullo de no deberle mucho a nadie. El día en que Charly García lo insultó desde el escenario, después de haber faltado a su propio show, Pity caminaba como un poseso por el hall del Opera, su corbata de moño chiquito definitivamente desacomodada: “La culpa es mía”, repetía como un mantra. Pero desde siempre le gustaban los grandes proyectos, por eso organizó hitos como Encuentro, es decir Iván Lins, León, Spinetta y Pedro Aznar juntos en una velada mágica, o El Gran Concierto, con Milton Nascimento, Mercedes, León y Kleiton y Kledir.
Cuando León lo despidió en sus shows de diciembre en el Luna, todavía no estaba recuperado del impacto de su sorpresivo adiós. Para los que conocieron el otro lado de la organización de espectáculos desde el retorno de la democracia hasta hoy, siempre faltará alguien a la hora de pensar en esos recitales enormes, en que todo sale como se esperaba porque hubo alguien a cargo de todos los detalles, incluso los más incómodos, como el dinero. En esas ocasiones Pity sólo se quedaba tranquilo cuando las luces se apagaban y el imán del escenario atraía la atención de la gente. “Esto lo hice yo”, murmuraba, los brazos en jarra, mirando a la multitud como el capitán de un trasatlántico a su tripulación.

* Periodista.

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