ESPECTáCULOS
Luis María Pescetti o la mejor manera de evitar irse a la cama
No quiero ir a dormir, el nuevo espectáculo del músico, escritor y conductor radial, propicia un diálogo fluido con los chicos, que se identifican de inmediato con los temas y lenguajes que proponen sus canciones.
› Por Silvina Friera
El hombre de anteojos que ingresa al escenario, algo encorvado, avanza con pasos nerviosos, rápidos y largos hacia el micrófono. Con ese andar arrebatado, acaso producto de una ensayada timidez, Luis María Pescetti provoca el primer desplazamiento sorpresivo de la noche. Los chicos, que segundos antes saltaban y pedían a gritos “que empiece” la función, se quedan literalmente mudos, pero alertas. Quizá porque saben que a este juglar, escritor y conductor radial hay que escucharlo y disfrutarlo con atención. La lógica humorística de No quiero ir a dormir, el último espectáculo de Pescetti, rompe el canon de la comicidad destinada al público infantil. No es un humor pueril, ni mucho menos amable y edulcorado. La comicidad del autor de Historias de los señores Moc y Poc se nutre de un puñado de frases hechas y situaciones embarazosas que operan como disparadores de mundos absurdos, regidos por las prohibiciones desconcertantes que imponen los adultos. Pescetti es un espejo encantador para los chicos porque pueden reconocer gestos, comportamientos y razonamientos propios –ya sean inocentes o crueles–, al mismo tiempo que encuentran un cómplice que se burla de los tics de sus padres.
Pescetti, autor de Natacha, El pulpo está crudo y Caperucita roja (tal como se la contaron a Jorge), se desdobla, se multiplica, juega con el lenguaje, con el equívoco, con lo imprevisible. Por eso empieza leyendo la carta que Clara, una nena de seis años, le escribe a Papá Noel. El extenso pedido resulta apabullante: una Barbie con vestido de casamiento, un juguete de las chicas superpoderosas, un disfraz de doctora, un pez, una vaca, un árbol con naranjas, una abeja y un acordeón... y la lista sigue. Al igual que los chicos de la platea, la niña no tiene reparos a la hora de solicitar los consabidos obsequios navideños. Pero el siempre atareado y distraído Papá Noel, que extravía las cartas, le responde a la niña a través de su secretaria (Es-ther Noel): “Ruega que lo disculpes por no responderte personalmente, pero a la locura de trabajo que tenemos siempre en octubre, preparando los regalos, se sumó la descompostura de uno de los renos a raíz de una modificación en su alimentación”. Después de un profuso intercambio epistolar, Clara, que poco le importa la diarrea del reno y las excusas que esgrimen el viejo barbudo y su comitiva de amanuenses, agradece los erráticos regalos recibidos: el elefante de porcelana blanca, los videos de carrera de coches, el álbum de figuritas del fútbol español y un Power Ranger que “es muy parecido a la Barbie de casamiento”.
La risa está garantizada porque Pescetti se desliza por el imaginario de los chicos y sus padres y recorre esas zonas misteriosas que limitan entre lo deseado y lo tangible, entre el ideal y lo “real”. En esos bordes su humor se transforma en una cosquilla irresistible, en una bofetada certera y oportuna porque sustrae a todos de la inercia cotidiana. Las canciones más festejadas son aquellas que indagan en los miedos de los chicos cuando cambian los dientes: “Yo soy un niño caníbal/ y nadie me quiere a mí/ no me quedan amiguitos/ porque ya me los comí/ No tengo padre ni madre/ tampoco tengo hermanitos/ no tengo tíos ni tías/ tengo muy buen apetito”. O bien, según Pescetti, ese tipo de canciones que él califica de “puercas”, para delirio de sus fans, como en Somos chanchos (del CD Boca sucia), un desopilante alegato de la vida en el chiquero (“Nos encanta labasura/ sea de carne o verdura/ de yogur bien vencido/ o pescado bien podrido”).
La filosofía del conductor de Vampiro negro (programa radial que a esta altura se ha transformado en un clásico de Radio Nacional, ahora los sábados a las 11) promueve el arte de la palabra como principio y fin último de sus creaciones. Por eso no necesita de efectos especiales ni de escenografías. El minimalismo es absoluto: apenas los elementos indispensables como una guitarra, el micrófono y el atril. Del resto se encarga este prestidigitador de la palabra y los chicos que cantan, participan, sugieren títulos de canciones y dialogan. Nadie quiere ir a dormir, aunque Pescetti anuncia la despedida con el tema que da título al espectáculo: “No quiero ir a dormir, no me quiero encerrar/ no quiero perderme lo que aquí va a pasar”.
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