ESPECTáCULOS
Iron Maiden, una Dama de Hierro que no se oxida
El veterano grupo inglés convocó a más de 20 mil personas a su show en Vélez, una ceremonia de heavy metal a la vieja usanza que sirvió para presentar temas recientes y, claro, repasar los clásicos.
› Por Cristian Vitale
Hubo una sola bengala en toda la noche. La utilizó un grupito de fans para abrirse paso entre la multitud y llegar hasta el escenario, mientras la banda encaraba Journeyman, el único tema acústico de la noche. Los miraron con mala cara. Hubo sólo un par de banderas argentinas –nada de nombres de pila, de barrios o equipos de fútbol– para “contraatacar” por si a Bruce Dickinson le daba por flamear una bandera inglesa como introducción de The Trooper (Piece of Mind, 1983), idea poco feliz que había puesto de muy mal humor al público en la anterior visita del grupo, hace dos años. Por suerte no pasó. Estallaron apenas dos morteros, que seguro le habrán sobrado de las fiestas a algún descolgado de la popular. Hubo, en síntesis, poca parafernalia pirotécnica y simbólica –esa que se apoderó del rocker medio argentino en los últimos años– y mucha música, mucho heavy metal clásico extraño a toda moda que hoy, dadas fusiones, reencarnaciones y alternativas de todo tipo y color dentro del género, tiene en Iron Maiden a su único exponente.
La fórmula es inquebrantable: para una banda clásica, épica, casi ajena al paso del tiempo, nada mejor que un público fiel, tradicionalista en gustos y austero en estética: a lo sumo remera con Eddie dibujado o lisa, jeans –chupín o no–, pelo largo y alguna que otra tacha. Así fue el ambiente en Vélez la noche del domingo... casi una postal, y como tal inmóvil, de las tres veces que la Dama de Hierro visitó la Argentina: en 1992 (40 mil personas en Ferro), 1996 (10 mil en dos Obras, con Blaze Blayley en lugar de Dickinson) y 2001 (30 mil personas en Vélez).
Claro que la austeridad y el costumbrismo del seguidor de Maiden -cuantitativamente masculino y cualitativamente femenino– se originan en las señales que envía la banda. Cada vez que vuelan a Sudamérica, el grupo presenta un vestuario sencillo, música frontal –pese a ciertas excentricidades– y escenografía mínima: ni una luz de más, sonido perfecto, una especie de castillo como plataforma y la bestia robando escena sólo en momentos específicos y acordes: en este caso, los últimos dos temas del show, Number of the Beast y el imponente Run to the Hills, ambos del tercer disco, editado en 1982, cuando se veía en ellos, ya casi famosos, a juguetones cultores de Satán. Entre las 16 canciones operó otro dato que corrobora, casi redunda, la relación entre banda y público. Más de medio recital estuvo destinado a material grabado en la década del ‘80, la más gloriosa y popular del grupo: sonaron Iron Maiden, del primer disco (1980); el infaltable Wratchild, también de la era pre-Dickinson (Killers, 1981), Can I Play with Madness (Seventh Son of a Seventh Son, 1988) y Hallowed Be Thy Name, otro de Number of the Beast, el tema más coreado junto con Fear of the Dark (1992). Muy poca fue, en cambio, la atención que la banda puso en el segundo lustro de los ‘90. Se sabe, y el público argentino lo vivió en carne propia, de los problemas que atravesó el grupo fundado por Steve Harris cuando Blaze Blayley suplantó a Dickinson en 1993 y se quedó seis años. De esa época, plena de luchas internas que casi llevaron a la disolución, son el ninguneado Virtual XI (1998) y The X Factor (1995), del que sólo tomaron el muy percusivo Lord of the Flies para que se luciera Nicko McBrain y, de paso, completar el repaso histórico sin obviar la etapa. Pero claro que el fin, primero y último, fue la presentación del flamante Dance of Death. Con un sonido más duro y compacto que Brave New World (2000), el grupo se ocupó poco de presentar canciones nuevas que de todos modos para el público parecían viejas, dados los cánticos colectivos: una de ellas –Wildest Dreams– abrió la noche a pura guitarra. Y los demás, Rainmaker, Paschendale –densa, deslumbrante en musicalidad y abundante en misterio–, No More Lies y Journeyman, parecieron eternizarla. “Loco, no... no se pueden ir así”, reclamaba un viejo fan, ya canoso, cuando Harris, Gers, McBrain –el más ovacionado–, Smith y Dickinson arrojaron palillos, púas, toallas y remeras, repitiendo el viejo ritual de despedida. Hubo silbidos, alguna queja por cierta incompatibilidad entre el alto valor de la entrada y la duración del show, pero al cabo la protesta no pasó a mayores.