Mar 03.02.2004

ESPECTáCULOS  › EL DIRECTOR DANIEL BURMAN HABLA DE “EL ABRAZO PARTIDO”, QUE COMPETIRA EN EL FESTIVAL DE BERLIN

“Me interesa la construcción que un hijo hace de su padre”

Después de haber participado ya dos veces de la Berlinale, el realizador de Esperando al mesías vuelve a la muestra donde se consagró La ciénaga, pero ahora en competencia, de igual a igual con films de Ken Loach, Eric Rohmer y Theo Angelopoulos. “Estar ahí ya es todo un lujo”, dice.

› Por Luciano Monteagudo

“Esta es la primera vez que voy a un festival sin ninguna especulación, de verdad, y estoy muy feliz”, dice Daniel Burman. Tres años después de que La ciénaga, la celebrada opera prima de Lucrecia Martel, se convirtiera en la revelación del Festival de Berlín 2001, otra película argentina vuelve ahora a la competencia de la Berlinale. A partir del jueves, El abrazo partido, cuarto largometraje de Burman, concursará con los últimos films del francés Eric Rohmer, el griego Theo Angelopoulos y el británico Ken Loach, entre otros grandes nombres del cine internacional. “Estar ahí ya es un lujo, así que no voy a preocuparme por ganar”, dice el director de Esperando al mesías, mientras se divierte con un mail que tiene en la mano y que le informa que el protocolo del festival pone a su disposición a la gente de Hugo Boss para que, como a Cenicienta, lo vista por una noche para poder atravesar dignamente la alfombra roja.
Burman conoce bien la Berlinale. En 1997, con su opera prima, Un crisantemo estalla en Cincoesquinas, abrió la sección oficial no competitiva “Panorama”. Y en 2002 volvió con Todas las azafatas van al cielo. Ahora vuelve una vez más, pero en la primera línea de fuego, con una película protagonizada por Daniel Hendler y escrita junto al novelista Marcelo Birmajer, que narra el reencuentro entre un padre y su hijo, en las atiborradas calles del Once.
–Usted ya es un veterano en Berlín. ¿Cómo es su relación con el festival y con la ciudad?
–Es una sensación rara. Cuando pienso que me buscan con un auto último modelo, polarizado, alfombra, y que hace setenta años me hubieran cremado, es raro... No pasaron mil años. Pienso: ¡Cómo puede cambiar el mundo en tan poco tiempo! Y cambió de verdad. Hay una conciencia. Hay una reflexión que es permanente. Yo veo algunas personas caminado por la calle y me digo: son contemporáneos del nazismo. Y a la vez eso no quiere decir nada: acá fuimos todos contemporáneos de la dictadura y no por eso fuimos todos asesinos. Pero es verdad que en Berlín hay todavía una contemporaneidad con la historia del siglo XX que es muy fuerte, algo que estigmatiza todo. Hace 60 años, en Berlín no sólo no me hubieran dejado mostrar la película. Me hubieran cremado. Mi cuerpo todo hubiera entrado en este vaso. Entonces, es una cosa de locos cómo puede cambiar en tan poco tiempo el mundo. Y eso me da mucho optimismo. Me maravilla esta capacidad de cambio, esta regeneración tan fuerte. Aparte de esto, siento un afecto especial por la Berlinale, por la gente, hasta por el logo... Con mi primera película me dieron una oportunidad enorme. Abrí “Panorama” y no lo podía creer. Fue mi primera película, mi primer festival y no lo podía creer. A partir de ahí empecé a entender un poco cómo podían funcionar otros festivales. Todo un mundo que me parecía imposible para toda la vida.
–¿Cómo piensa que van a reaccionar el público y la crítica en Berlín?
–No sé. Hay diálogos que parecen divertidos, pero que pueden resonar de otra manera en Berlín. Dos generaciones atrás, los abuelos venían acá a la Argentina muertos de hambre o de familias asesinadas o partidas. Los hijos revirtieron la situación y le dieron una movilidad social que no se dio en ninguna otra parte del mundo. Y ahora sus nietos quieren volver a esos países para lavar los inodoros en un restaurante de Madrid. Es fuertísimo. Y eso también sucede en tan poco tiempo... Para los que quieran, hay ahí una temática social y económica, pero a mí me interesa hablar de la familia. De cómo abuelos, hijos, nietos pegan esa vuelta. Porque nuestros abuelos cambiaron sus vidas y dejaron todo, vinieron sin nada porque si no se morían de hambre o los quemaban. No era para poder estudiar una carrera, o darles a sus hijos una vida mejor. Era porque si no se morían. Si uno compara con eso, lo de ahora es muy distinto. Por eso me interesa hablar de los móviles, los sacrificios, los dilemas morales.
–¿Como nació el proyecto?
–Yo nací en Junín y Lavalle. El barrio del Once es un lugar que siempre me pareció un lugar de una vida aparentemente ordinaria, entre comillas. Pero todo me parecía fascinante cuando caminaba del colegio a mi casa o al club, todos esos mundos y micromundos que había en los comercios y las galerías me parecían fascinantes y me llamaba la atención cómo a nadie le llamaba la atención. Para mi padre todo eso era tan normal..., pero yo sentía que atrás de los mostradores, atrás de toda esa vorágine comercial, se escondían seres ordinarios con historias extraordinarias. Siempre sentí una fascinación por ese mundo.
–¿Cambió mucho el barrio?
–Sí, vi muchas transformaciones. Cambiaba mucho por cuestiones económicas. De repente todos vendían tela, después todos vendían relojes importados, y ahora de vuelta volvieron a las telas. Todas las sagas familiares dentro de los negocios, los hijos que se independizan y ponen un negocio satélite al lado de los negocios de sus padres, las estructuras familiares... Toda esta topografía siempre me pareció muy interesante. Una vez escuché que en la época de la guerra de Yom Kippur hubo gente que, cuando estalló la guerra, se fue a luchar a Israel dejando a la familia y el negocio y no volvió más. Gente que aprovechó la volteada... Eso siempre me pareció alucinante. La vida de familia, la vida en común ya es una proeza. Formar una familia, que cada día sea distinto al otro, ser un buen padre, ser un buen hijo, son planes heroicos. Y de pronto un tipo se escapa a luchar por un ideal, pero en el camino deja a su familia. Es un dilema moral muy interesante y difícil de resolver.
–¿Por qué eligió trabajar el guión con Marcelo Birmajer?
–Marcelo me gusta mucho como escritor, lo conozco desde hace mucho tiempo y es la persona ideal para esto. A su vez él tenía un montón de cuentos, historias inagotables. Juntos fuimos elaborando el guión mientras yo hacía la producción ejecutiva de Diarios de la motocicleta, de Walter Salles. Y cuando salió el proyecto, salió mucho más rápido que los tiempos internos... “Yo la quiero pasar bien”, me dije. Esto que parece obvio no lo es, porque hay gente que se autoimpone a favor de una estética. Ciertas condiciones, cierto rigor que hacen que filmar no sea un acto totalmente placentero. Yo en cambio planteé la película con un dogma hedonista donde la prioridad estaba en el trabajo con los actores y en la inmediatez entre la cámara y el actor. Y todo aquello que estuviera en el medio y pudiera entorpecer quedaba afuera. No quería tener ningún tipo de elemento que perturbara el clima de trabajo...
–¿Cómo fue el casting?
–Me di la posibilidad de elegir a los actores que quería. Fue un casting muy divertido, con las pop stars judías. Elegimos a toda aquella gente que vivía en el Once que tenía ganas de actuar. Y me encontré con gente maravillosa, gente que por ahí tiene un negocio hace 30 años pero que hace 35 hacían teatro, en el IFT o la Hebraica. A mí no me interesaba para nada hacer un documental, pero sí quería encontrar ciertas personas que coincidieran con mis personajes. Y así hicimos combinaciones entre actores profesionales y un montón de gente que salió de esta selección. Y estoy muy contento con el resultado, de cómo pudo plasmarse un solo universo con gente que viene de lugares muy diferentes. Como equipo, nos divertimos mucho. Aprendimos que las cosas esenciales son muy pocas para hacer una película, y cuanto menos sean mejor. Hubo que trabajar mucho en la calle y tener una inmediatez con lo que pasaba, ayudó mucho a la película.
–¿Llegó al rodaje con un guión muy cerrado o con Birmajer lo iban trabajando sobre la marcha?
–Paradójicamente, éste es el guión que más respeté durante el rodaje, casi en un 90 por ciento. Y en el montaje lo respeté un ciento por ciento. Habitualmente soy de los que pierden el guión en medio del rodaje, pero cuando lo encontraba, tres días después, descubría que lo había respetado hasta en los apuntes al margen. No inventé nada.
–¿Qué le pidió a Ramiro Civita, el director de fotografía?
–Con Ramiro nos conocemos mucho, es un extraordinario camarógrafo. Su gran virtud es no quedarse en el encuadre, tiene una relación muy afectiva con los actores. Por ejemplo, había escenas difíciles que tenían que resolverse con un zoom. Y él tenía que llegar junto con el actor. Tenía que ser muy intuitivo, a su manera muy histriónico. Y llegaba justo, nunca antes ni después. La verdad es que hizo un trabajo excelente.
–Hablando de los actores... Con Daniel Hendler también se conocen desde Esperando al mesías. ¿Escribió su personaje pensando en él?
–Sí, e hizo un trabajo muy placentero. Lo que tiene Daniel es que puede discutir mucho el guión, pero cuando está filmando, filma. No pone energía en otros lados. A su vez, lo que aporta excede mucho lo que se ve en la pantalla. Sobre todo, es muy buen compañero. Eso siempre es muy importante, pero fue aún más en esta película, donde él tenía que trabajar con actores que nunca antes vieron una cámara de cine. Eso es fundamental. Cuando el director dice cámara, queda afuera, del otro lado. Y Daniel, y también Adriana Aizenberg, me ayudaban mucho de ese otro lado, con la gente que no sabía si estábamos en un plano corto o en un plano general.
–En Esperando al mesías, Hendler también estaba en busca de la identidad. ¿Por qué volvió a este tema?
–Yo soy argentino, judío, polaco. El tema de la identidad es un tema esencial. ¿Quién es uno? Además de esto, uno tiene que construir su identidad y llegar a construir la de los hijos. ¿Cómo uno construye en otra persona lo que uno no tiene todavía definido? Es difícil. Por eso incorporé el tema de la paternidad en la película. De adolescente, uno tiene la fantasía de que la va a encontrar y, luego, se da cuenta de que es un ente dinámico, que cambia todo el tiempo. Y cuando aparecen los hijos la cosas se complican. Y lo que más me interesó en esta película es la construcción de la paternidad. En la construcción de la paternidad me fascina el hecho de que la paternidad es algo construido, ficticio, a diferencia de la maternidad, que es algo natural e inmediato. Cuando el bebé nace se trepa y se pone en la teta y no pregunta. Y el padre, en cambio, puede ser el enfermero, el ascensorista, cualquiera. Uno tiene que convencer al hijo de que uno es su padre. Uno tiene que construirlo. No es natural. Esa construcción se hace por presencia y también por ausencia. Y en el caso de El abrazo partido, este hijo construye toda su identidad en base a una ausencia, pero que en un punto es falsa. Construye en base a una verdad que después se la cambian toda. Tanto las presencias como los abandonos son pilares sobre los que uno construye su identidad. Y si después te dicen que lo que estaba acá abajo no era de una manera sino de otra... Es en ese momento que el personaje tiene que redefinir a su padre.
–El padre representa la figura del héroe, pero es una figura ambigua...
–Sí, exactamente. La construcción de ese héroe paterno es así, ambigua. Paradójicamente, para el hijo es más fácil construir un héroe villano, pero sólido. Con esa ausencia construye algo, cree saber quién es su padre. Pero cuando el tipo cuando vuelve es uno más, como nosotros. Creo que un momento clave en la vida es cuando los hijos nos damos cuenta de que los padres son como uno, pero que tienen un hijo... Y el momento en el que un hijo es testigo de las dudas de su padre es muy importante en la vida, porque convierte a los padres en personas, ya no sólo en héroes.

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