ESPECTáCULOS
› OPINION
Soy gitano, soy boleta
› Por Eduardo Fabregat
Los finales de telenovela siempre son aburridos. Después de meses de estirar las tramas en un ejercicio que exige, más que la “suspensión de la incredulidad”, una lisa y llana suspensión de la inteligencia, las tiras pasan rápidamente a los happy endings de rigor. Y sólo las abuelas que se arengan más de lo conveniente con esa clase de ficciones festejan tanta resolución melosa. Que los gitanos de Adrián Suar no tenían mucho que ver con Tomatito y Camarón quedó claro desde el principio, y eso al cabo le jugó a favor: fiel a las reglas televisivas, Soy gitano se internó a fondo en el kitsch colorinche, el acento exagerado y la herramienta de los hechizos, configurando un producto que tuvo la mala suerte de competir con Resistiré pero quedó lejos del fracaso. Queda, en todo caso, un debate posible sobre las cualidades actorales de un Arnaldo André o un Osvaldo Laport, pero hasta aquí ambos se las han arreglado para mantener el afecto popular sin necesidad de destrabar esa dureza que los caracteriza.
La saga de los Heredia y los Amaya, sin embargo, quedó empastada en ese final alargado por exigencias de programación televisiva, pero también por oposición a su propio desarrollo. Los guionistas –o los productores, da lo mismo– optaron por la facilidad del todo-resuelto y el cartelito “Diez años después”, y se perdieron la oportunidad de ponerle un broche histórico al asunto. La teoría vale, porque en Soy gitano murieron nada menos que diez personajes, incluyendo a centrales como Luz (Valentina Bassi), Josemi (Juan Darthés) y María (Laura Azcurra) y pasando por las dos brujas (Concepción y Nuria), el mafioso italiano de Roberto Carnaghi, la también mafiosa Gavilana, Humberto (primer marido de Alba), el buenazo de Tomate (Toti Ciliberto) y Segundo, el pibe del ojo de vidrio que, como la Colorada María, siguió apareciendo por todos lados como alma en pena. No conformes con tanto velorio, todos los gitanos todos pasaron en algún momento por instancias al borde de la muerte (el único que se salvó fue Juan Palomino), que sirvieron para reforzar el rating, pero también para acompañar una trama en la que la Parca se hizo un festín.
Eso fue, largamente, lo más divertido de la tira ahora reemplazada por unos más previsibles Pensionados: en los últimos tiempos la cosa venía a razón de un fiambre cada dos o tres días, y todo apuntaba (incluyendo los avisos) a un desenlace para el recuerdo, la primera novela que liquidaba sin más ni más a todos sus personajes y hasta podía cerrar con la máxima Soy gitano, soy boleta. Al cabo, prevaleció el lugar común, el discursito en off de Sandro de América, la lágrima fácil, el beso reconciliador, la magia de la televisión, el amor que todo lo puede y la mar en coche. O sea: otra vez sopa. Aburridísimo.