Jue 05.02.2004

ESPECTáCULOS

El vacío existencial en la tierra del ideograma

Luego del traspié de El planeta de los simios, Burton encuentra un vehículo inmejorable para su pasión de narrador de historias. Perdidos en Tokio, en tanto, demuestra las cualidades de Sofia Coppola en una historia de personajes extrañados en las antípodas del mundo.

Por H. B.

Está todo ahí, en el afiche: el tipo con la mirada perdida, sentado sin saber qué hacer en su habitación 5 estrellas, con ese kimono de manguitas cortas y típicas pantuflas blancas, que le dan un aspecto lejanamente ridículo. Ahí, en el afiche, ya está toda Perdidos en Tokio: el malestar vital, el extrañamiento y el vacío, el feeling de “qué estoy haciendo yo aquí”, todo tamizado por una ironía entre resignada y desesperada. Aunque falta algo esencial, claro: la presencia del otro, o más bien la otra, que servirá para recordar que lo humano aún está allí, tan cerca y tan lejos.
Obviamente, este pas de deux al que la Academia de Hollywood sorpresivamente acaba de reconocer con cuatro de las nominaciones más importantes (Película, Director, Actor y Guión Original) jamás hubiera sido lo que es de no contar con dos actores extraordinarios, como Bill Murray y esa actriz total que es la rubia Scarlet Johansson, firme candidata al podio de Mejor Actriz del Futuro. Producida por Francis Coppola y escrita y dirigida por su hija Sofia, Perdidos en Tokio representa también la consagración de ésta, a los 32 años, como Más Prometedora Directora Joven de Estados Unidos. Si su ópera prima de hace tres años, Las vírgenes suicidas (en la Argentina salió sólo en video) insinuaba ya que lo de la hija de Francis no se reducía a mera portación de apellido, Perdidos en Tokio la confirma como directora a seguir absolutamente. Y no precisamente por las razones por las cuales un cineasta joven suele llamar la atención: lo de Sofia va por adentro, sólo se percibe hundiéndose en el clima, la situación y los personajes.
Clima, situación y personajes: autora también del guión, Perdidos en Tokio muestra, de parte de Sofia Coppola, una intuición o certeza esencial, la de que son ésas las cosas que importan, antes que la catarata de acontecimientos, los diálogos sobreescritos o las vueltas de tuerca. Si Godard sostenía que con un hombre, una mujer y un auto ya había una película, a Sofia le basta con un hombre, una mujer y una ciudad. Una ciudad cuya extrañeza, ajenidad y cualidad impenetrable se ven agudizadas por el idioma y las costumbres. Qué tontería, las acusaciones de burlarse de los japoneses que algunos han dejado caer sobre Perdidos en Tokio, cuando lo que en verdad se cuenta es el extrañamiento de dos occidentales en aquel antípoda del planeta. Extrañamiento e identificación con los personajes que Coppola Jr. hace sentir de entrada, cuando muestra a Bob Harris (Murray) hundido en una geografía de rascacielos, ideogramas, neón y gigantografías high tech. Algo así como Blade Runner Today.
Pero sólo hasta allí llegan las analogías. Celebridad de Hollywood a punto de convertirse en has been (Coppola y Murray dicen haberse inspirado en ciertos avisos protagonizados por Harrison Ford y Kevin Costner), Bob Harris llega a Tokio para participar de la campaña de un whisky. Le piden que ponga cara de Sinatra o de Bond, lo invitan a pasear, no entiende nada de lo que ve, oye o lee, no puede conciliar el sueño por las noches, toma litros de whisky en el bar del hotel, nada en la piscina olímpica a la madrugada, mira la nada como sólo Bill Murray puede hacerlo. En medio de todo eso, Harris descubre de pronto a una igual. Es descubierto, más bien:parecería que él ya está demasiado viejo y gastado para descubrir nada. Su igual es Charlotte (Johansson), una chica de veintipico que viajó hasta allí con su esposo, fotógrafo más o menos fashion (Giovanni Ribisi, en papel que tal vez tenga bastante del ex de Sofia, Spike Jonze).
Charlotte no sólo no sabe qué está haciendo con su marido, sino tampoco qué es lo que quiere hacer con su vida. Nadan juntos, comparten la barra y la tele del cuarto, salen de paseo, bailan tecno en alguna disco, cantan canciones de The Pretenders y Elvis Costello en algún karaoke. A no esperar que se conviertan en amantes, como en cualquier película standard: aquí, el amor no es más fuerte que la sensación de estar perdidos, en Tokio y en el mundo. Película tan conceptual como sensorial, Sofia Coppola hace lo mismo que sus personajes: roza su intimidad, con hondura casual. Para ello cuenta con una cámara que le permite registrar cada pequeño gesto, cada hesitación, cada imperceptible movimiento del ánimo. Hunde a los personajes en una luz plomiza, como de pecera, y los arrulla con música de Air, de Kevin Shields, de Death in Vegas. Una música tan del siglo XXI como la ciudad en la que se han perdido, tal vez no para siempre.

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