ESPECTáCULOS
El amor como remedio a los males de la soledad
› Por Hilda Cabrera
Clotilde le da mucha importancia al diálogo. Lo practica y se ufana de ello. Le gusta trenzarse en asuntos comunes, cotidianos, y aparenta ser una de esas personas ansiosas por adecuar cada situación a sus deseos. Trabaja como planchadora, y en esta breve pieza que se ofrece en la sala más pequeña del Teatro del Pueblo se muestra recatada y audaz a un mismo tiempo. Con el pretexto de entregar en mano el traje a un cliente, el solitario Valdemar, mozo en un restaurante de jerarquía, ingresa en la casa del elegido en el preciso momento en que el hombre, a medio vestir y a la espera de su smoking de trabajo, se dispone a disfrutar de un trago y escuchar un bolero que habla de ojos profundos y traidores. El tema pertenece a Chico Novarro, quien lo compuso ex profeso para la obra, y además lo canta. En medio de esa ensoñación, el chirrido del timbre, y la consiguiente irrupción de la parlanchina Clotilde, que para la ocasión opta por llamarse Verónica, serán indicios de cambio, de punto de inflexión en una vida amarrada a una cadena de frustraciones y a un presente sin encanto ni sorpresa.
En el papel de una y otro, Mónica Villa y Antonio Ugo retratan con delicadeza y humor un encuentro en el que se equilibran los avances y retrocesos característicos de una relación de pareja. El enamoramiento es siempre un asunto imprevisible y complejo, parece decir el autor Ricardo Cardoso, cuya trayectoria lo vincula también a la actuación y dirección, aunque no en esta puesta. Como autor logró incluso estrenar una obra suya en Bogotá (La mujer de sus sueños) y realizó guiones para televisión. Dedicado además a la enseñanza, escribió, entre otras piezas, Hamburgueses, Historias con sonrisas, La demolición y Papá derrama sabias palabras. Desde la dirección, Santiago Doria imprime a Ojos traidores un ritmo ágil y un tono farsesco, que desplaza al sentimentalismo común en esta clase de propuestas. El público no se topará aquí con la desmesura, aun cuando se cante Arráncame la vida, y tal vez alguien, en la platea, contagiado por tanta entrega, tararee el tema en voz baja.
Creativos en sus roles, Villa y Hugo reiteran algunos de los comportamientos del habitante común de una sociedad urbana y hostil. Clotilde y Valdemar descargan con humor sus respectivas angustias, evidenciando abrigar algo de esperanza en el propio rescate a través del amor. Lo interesante de esta obra breve no es esta convención ni las otras que proliferan en ella, sino la puesta en primer plano del nunca desovillado enredo que plantea cualquier relación amorosa. Poco importan por eso las ingenuidades atribuidas a los personajes y la reiteración de algunas escenas (recurso que por otra parte potencia varias humoradas). El interés de este encuentro (real o imaginario) es que nunca nada es en él transparente, salvo el miedo a la soledad, aquí tan arraigado como el miedo a amar.