Mar 17.02.2004

ESPECTáCULOS  › SEGUNDA RETROSPECTIVA DEL NOTABLE REALIZADOR JAPONES

Naruse, un amigo de la casa

El éxito del ciclo Mikio Naruse: descubrir a un maestro provocó una segunda vuelta en la sala Lugones del San Martín, cinco films que retratan uno de los períodos más fecundos del director nipón.

› Por Horacio Bernades

Primero el descubrimiento, después la confirmación. Tras el concurrido ciclo Mikio Naruse: descubrir a un maestro, que tuvo lugar hace poco más de un mes en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, ahora, en la misma sala, el Complejo Teatral de Buenos Aires y Cinemateca Argentina presentan una sustanciosa coda, integrada por cinco de las mayores películas de este maestro japonés. El ciclo llevará por título Más Naruse inédito y se desplegará desde este jueves hasta el próximo martes en la sala de Corrientes 1530 (10º piso), presentando un ramillete de películas que está entre lo más alto de la obra de Naruse, a quien desde hace un buen par de décadas (momento de su descubrimiento en Occidente) no hay quien deje de considerar –junto a Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu y Akira Kurosawa– como uno de los grandes maestros del cine de ese origen.
Nacido a comienzos de siglo en hogar humilde, según sus exégetas las privaciones económicas vividas en su infancia y juventud habrían sido la fragua en la que se forjó una de las características distintivas de su cine, en el que el dinero (tenerlo y no tenerlo, cuidarlo o dilapidarlo) suele ser eje temático obsesionante. Tan prolífico como todos los otros grandes maestros del cine nipón, Naruse ingresó al cine en el período mudo, primero como asistente y más tarde como realizador, completando varios films antes de la llegada del sonoro y rodando luego con continuidad hasta poco antes de su fallecimiento, en 1969. Cerca de nueve decenas de películas constituyen su legado, con dos períodos de eclosión (durante los ‘30 y los ‘50) y un hiato entre ellos, debido, según se cuenta, a algunos contratiempos personales motorizados por un carácter reclusivo y solitario, y expresados en un alto consumo de sake.
Como el ciclo anterior, las películas que se presentarán ahora en la Lugones pertenecen en su mayoría al segundo florecimiento de Naruse, cerrándose con Nubes dispersas (Midaregumo, 1967), su canto del cisne. Con las peculiaridades de extremo realismo al que era afecto el autor, las cinco películas que integran esta segunda cosecha pueden ser adscriptas al género “melodrama de clase media-baja”. Bulle en ellas –aunque sin alterar jamás una superficie característicamente tersa y serena– una variedad de intrigas familiares, financieras y amorosas, en cuyo centro emergen, inevitablemente, una o más figuras femeninas. Primer y aislado éxito del autor en Occidente, Madre (Okaasan, 1952, jueves 19) presenta a una familia modesta tratando de salir adelante, en medio de la reconstrucción nacional de posguerra y al frente de una tintorería. La muerte del padre, el arribo de un tío y la sospecha, de parte de la hija mayor, de que aquél y la madre habrían iniciado una relación sentimental son los sucesivos escalones hacia la disolución familiar.
Sin duda una de las obras mayores del autor y ya toda una favorita de los habitués de la Lugones, el viernes 20 será el regreso de La voz de la montaña (Yama no oto, 1954), basada en un relato del célebre Yasunari Kawabata. Una de las películas predilectas del propio Naruse y calificada por el crítico español Miguel Marías, sin vuelta de hoja, “una de las mejores películas de la historia del cine”, La voz de la montaña es un concentrado de infidelidades, sumisiones femeninas, rivalidades entre padre e hijo y una relación casi prohibida (entre suegro y nuera) haciendo fuerza para aflorar. El sábado 21 y domingo 22 se presentará Nubes flotantes (Ukigumo, 1955), una de las cinco películas que Naruse adaptó de su novelista favorita, Fumiko Hayashi, y otra seria candidata al máximo pedestal personal. Calificada por el crítico francés Jean Douchet como “la versión de Vértigo de Naruse” y comparada por el mismo ensayista con el Bolero de Ravel (“por su estructura infinitamente repetitiva”), narra la interminable, obcecada persecución a la que una mujer somete al hombre que no la ama.
Uno de sus títulos de mayor repercusión en Occidente, Cuando una mujer sube las escaleras (Onna ga kaidan wo agaru toki, 1960, lunes 23) presenta a una arquetípica heroína narusiana, joven viuda intentando sobrevivir al frente de un bar de geishas, batallando entre su idea del honor y los ofrecimientos de dinero por parte de un hombre rico. Finalmente, el martes 24, el cierre queda a cargo de su último film, Nubes dispersas (Midaregumo, 1967), su segunda y última película en colores. Otra vez la viudez como camino a la independencia femenina, y un paso más decidido de Naruse rumbo al melodrama clásico, a través de una secuencia dramática que lleva a que Yumiko pierda a su marido en un accidente automovilístico, antes de que el conductor del auto se acerque a ella –como modo de expiar su culpa– hasta rozar el límite más peligroso: el del amor. Con resonancias de los melodramas más descabellados de Douglas Sirk y anticipando si se quiere la línea dramática de la reciente Corazones abiertos, Nubes dispersas coloca a Mikio Naruse en un cruce de caminos estéticos que el autor, campeón del bajo perfil, jamás habría buscado.

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