ESPECTáCULOS
“Panorama desde el puente” o la inmigración como signo de época
La pieza de Arthur Miller tiene una ajustada versión en esta puesta de Luciano Suardi, en la que se lucen Elena Tasisto y Arturo Puig.
› Por Hilda Cabrera
Eddie Carbone, emigrante del sur de Italia, estibador en los muelles de Brooklyn, tiene el destino marcado en esta historia de pobres que buscan trabajo en una época de prosperidad en Estados Unidos. Panorama desde el puente (View from the Bridge), estrenada en 1955, implica un cuestionamiento social sobre esos buenos años, diferente del que mostró la escena estadounidense tras la crisis financiera de 1929, cuando importantes autores decidieron reflejar a una sociedad vulnerable. Eddie representa al individuo arrebatado por una pasión amorosa que es tabú y que nace, acaso, del desaliento que le produce una relación matrimonial poco o nada satisfactoria. El hombre maduro ama a la huérfana Catherine, sobrina de su mujer Beatrice, a la que criaron desde niña, y siente celos del joven Rodolfo, inmigrante italiano que ingresó ilegalmente al país junto a su hermano Marco, a quienes el estibador dio cobijo en su casa a pedido de Beatrice. Su furia crece ante el hedonismo del muchacho, que gasta el dinero de sus changas en ropas coloridas y se entusiasma por el canto y el baile. Intenta descalificarlo tildándolo de oportunista (por su noviazgo con Catherine, que es ciudadana estadounidense) y poco viril.
Los diálogos son sencillos pero de fuerte contenido. La obra retoma en cierta medida la línea del teatro norteamericano como “arte consciente”, que nace –según los estudiosos– en 1920 con Más allá del horizonte, de Eugene O’Neill. Panorama... cumple en todo caso con el “reformismo” social que se observa en las primeras obras de Arthur Miller. En cuanto a la historia, queda claro que el espectador sabrá de entrada quién es quién en esta pieza en que los personajes se mantienen fieles a sí mismos. No hay que esperar sorpresas: el drama de Eddie es transparente. Colabora en esto el relator Alfieri (el abogado de inmigrantes que interpreta Aldo Braga), quien filosofa entre escenas que se perciben tan reales como fantasiosas. El hombre merodea con aire de confesor por una escenografía de diseño contemporáneo: que se muestren containers es ejemplo de un anacronismo que no se observa en la vestimenta ni el mobiliario, en uso en la década de los ‘50.
A pesar de lo espectacular de esa ambientación, el eje de la historia está conformado por las emociones de los personajes, retraídos cuando manifiestan temor a la deportación. En este punto, Panorama... redescubre un conflicto común a diferentes épocas, aun cuando en esta puesta no se pretenda un enlace con la actualidad. Ya en las dos primeras décadas del siglo XX ingresaron a Estados Unidos más de tres millones de inmigrantes europeos dispuestos a trabajar en lo que fuera. La inmigración tiene una larga historia, dato que aquí no se olvida, si bien el foco está puesto en el debate interior de Eddie y en su manera de aferrarse a lo que cree es sólo suyo. No extraña que su ciega pasión no traspase los límites de su comunidad. Miller no desacredita a un país que admite a individuos como Eddie en tanto cumplan con su duro trabajo. De ahí el “reformismo” de este autor, sensibilizado también en esos años por la delación. Comportamiento que sin embargo no es aquí generado por un sistema político, sino por la furia de un hombre que no puede frenar un deseo en cierto modo incestuoso.
El choque de concepciones sobre qué cosa es moral y qué no lo es se juega en un ámbito de ghetto. Antes que con el país (que puede ser Estados Unidos o cualquier otro), guarda relación con actitudes y costumbres compartidas por sectores sociales específicos. Aun con esa limitación, la puesta de Luciano Suardi en la Sala Martín Coronado alienta una polémica sobre la representatividad de las leyes, de las que corresponden al país receptor y a las propias de una comunidad extranjera dentro de él. Lo interesante en este planteo es que unas y otras penalizan al que claudica. De ahí la impresión de que cada personaje cargará con un final en soledad en tanto no logre escapar de una realidad que se disuelve en fugas hacia el pasado. Este es en parte el trabajo de reconstrucción que le corresponde al relator Alfieri, quien no olvida rescatar, y hasta con cierta admiración, la valentía de un Eddie que, a su manera y entre contradicciones, se dio a conocer “enteramente”.
Los sonidos que atraviesan este montaje cumplen el papel de intrusos cuando subrayan un quiebre interior o preanuncian un clima de amenaza. Esa chirriante intromisión es contrabalanceada por melancólicas secuencias en las que se entonan canciones italianas. Contrapuntos que también se observan en las actuaciones, algunas especialmente inspiradas, como las de Elena Tasisto (en el papel de Beatrice) y Arturo Puig (en el de Eddie). No falta el humor, a veces clownesco (en la composición inicial de Claudio Quinteros, por ejemplo), ni la emotividad teñida de melodrama, tanto en el parloteo de Catherine (la niña–mujer que interpreta Carolina Fal) como en las secas respuestas de Marco (a cargo de un eficaz Alejandro Zanga). Si bien la obra es pautada por las actitudes y el cambiante ánimo de unos seres que se debaten entre el ideal soñado y la dura realidad, el entorno las sobredimensiona. La traición, por ejemplo, adquiere valor simbólico, al igual que la familia, especie de caja de Pandora de la que surgen todos los males, psicológicos y sociales, como en La muerte de un viajante (Death of a Salesman), estrenada en 1949 en el Morosco Theatre de Nueva York y titulada en un primer momento The Inside of his Head (En el interior de su cabeza), y en la antibélica Todos eran mis hijos, de 1947, donde las culpas de los padres se convierten en padecimiento de los hijos.