ESPECTáCULOS
› “LA SECTA DE LOS SIN NOMBRE” APUESTA AL EFECTISMO
A la caza de los espíritus
El catalán Jaume Balagueró, previo a filmar Operación Triunfo, realizó esta historia con misterio, sectas y... un gurú argentino.
› Por Horacio Bernades
Si se habla de “terror español” es posible que, antes que en un determinado género literario o cinematográfico, el interlocutor ocasional piense en la escalofriante posibilidad de verse sometido a un recital maratónico de Julio Iglesias o tal vez a un súbito aumento de tarifas por parte de Telefónica. Lo cual no sería del todo justo, teniendo en cuenta ciertos antecedentes lejanos y tal vez no demasiado sofisticados, como los perpetrados por Chicho Ibáñez Serrador, Jesús Franco o quien supo ocultarse tras el seudónimo de Paul Naschy. Desmintiendo ideas preconcebidas y antecedentes reales (y dejando de lado las relecturas metagenéricas del no menos inefable Alex de la Iglesia), desde hace unos años parecería despuntar en la península un candidato a especialista en el género, el catalán Jaume Balagueró.
A los treinta y pico, Balagueró cuenta a la fecha con tres largometrajes. Uno, el del medio y por lejos el más exitoso, es “de terror” en el mal sentido: se trata de la versión cinematográfica del popular reality show Operación Triunfo, lo más parecido a la película de Bandana que se haya producido recientemente por allí. Las otras dos son de terror en su acepción más estricta y menos burlona: Los sin nombre, de 1999, y Darkness, que es del 2002, está hablada en inglés y actuada por Anna Paquin (la ex nena de La lección de piano), Lena Olin y Giancarlo Giannini. El lanzamiento en video de esta última se anuncia para dentro de unos meses, pero por el momento la que acaba de editarse es la anterior. Con el título, ligeramente modificado, de La secta de los sin nombre, el sello SBP la puso en circulación días atrás, en formatos VHS y DVD. Basada en una novela del por aquí desconocido Ramsey Campbell, la protagonizan Emma Vilarasau, Tristán Ulloa (visto en Lucía y el sexo y Volverás) y el vasco Karra Elejalde. A quien puede considerarse un poquito argentino, no sólo por su aspecto ligeramente grandinettiano, sino también porque supo ser uno de los protagonistas de El dedo en la llaga.
Con guión del propio Balagueró, La secta de los sin nombre es un thriller en el que resulta visible la voluntad de su autor por construir climas, generar suspenso y manipular imágenes, montaje y sonido para producir sustos. En la escena inicial, un investigador de la policía llamado Massera (Elejalde) descubre el cadáver de una niña desaparecida, severamente mutilado y bañado en ácido. Cinco años más tarde, Claudia, la madre de la niña, que no logra reponerse del estado de shock (Vilarasau) recibe un telefonazo digno de La llamada. Del otro lado de la línea, su hija muerta le pide socorro. Turbada, la mujer se comunica con Massera, quien acaba de ser desplazado de la fuerza policial y de allí en más le prestará ayuda. A su vez, un periodista que escribe en esa clase de pasquines que inventan fenómenos sobrenaturales e inexistentes leyendas urbanas (Ulloa) está investigando a una secta ocultista, cuyo gurú es un perverso desquiciado y mesiánico llamado Santini. El paso temprano por el campo de concentración de Dachau enseñó a Santini ciertas desaconsejables experiencias con el dolor, practicado sobre todo con los cuerpos de niños. A quien no lo haya adivinado ya, habrá que informarle que Santini es... argentino.
Algo más fácil de deducir son las vinculaciones entre Santini, sus discípulos y la hija muerta de Claudia (que podría no estar muerta). Todo terminará en un hotel abandonado al costado de una ruta, donde Balagueró demuestra su buen manejo de climas, flashes visuales de carácter onírico, sonidos escalofriantes y algún que otro shock bien provisto, como el trozado al que los alucinados sectarios someten a alguien que metió demasiado las narices. Todo lo enumerado es lo más destacado de La secta de los sin nombre, aun con algunas trampitas visuales de por medio y disimulando lagunas e inconsistencias de guión, así como alguna que otra incursión involuntaria en el chiste de gallegos. Como cuando Massera descubre –tan exultante como si acabara de dar con la fórmula de la transustanciación– que ese “lugar donde todo empezó” al que aludía el infame argentino no era otro que el hotel donde Claudia y su marido habían concebido a la niña. “¡Te dije que se trataba de un acertijo!”, exclama el policía, aportando un poco de humor naïf a un film que, por el contrario, tiende a tomarse a sí mismo más en serio de lo aconsejable.