ESPECTáCULOS
Sandro volvió a mostrar en escena todos los trucos de un viejo palpitar
El show “teatral” de La profecía es flojo y previsible, pero lo mejor llega en la segunda parte, con el Gitano interpretando sus hits.
› Por Karina Micheletto
”Mis nenas, mis niñas, mis muñecas”, les dice. Sandro les habla, les hace media sonrisa y ellas gritan como hacía tiempo no gritaban. Es un juego que saben jugar, Sandro y sus “nenas”. Un juego que no termina de encajar en La profecía en sí, sino en el bonus track en el que Sandro, por fin, deja de lado una historia teatral simplona y predecible desde la primera escena. Entonces sí, el juego fluye solo. Las chicas dan rienda suelta a su diálogo con el ídolo sin que las anden callando porque interrumpen una escena, y él demuestra que su versión de Por ese palpitar sigue siendo la mejor, aunque tenga un cañito en el micrófono que le provee oxígeno.
Hace horas que las nenas hacen cola en la puerta del teatro, en una pelea tácita por quién es la más colorida, quién gana más espacio en la televisión. Está la gordita que se hizo una bata roja igual a la de Sandro, están las del fans club “La hora de Sandro”, de Banfield, con remeras del ídolo, las de “Simplemente Sandro”, de Sáenz Peña, organizadísimas, con prendedores distintivos con número de socia escrito a máquina. La larga cola vale la pena, porque permite mandar saludos a los hijos por Crónica TV, mostrarse por la tele haciendo pogo con Dame el fuego de tu amor, y hasta participar del sorteo de una bata de Sandro con el movilero de Viviana Canosa. Además, cualquier esfuerzo es poco al lado de las que tuvo que pasar el ídolo: está volviendo al escenario después de una neumonía que lo tuvo, dicen, al borde de la muerte. Ellas lo acompañaron con vigilias en la puerta del sanatorio y cadenas de oraciones. Y ahora están acá: fieles.
El personaje que tan bien encarna Sandro está construido con elementos del macho autóctono promedio: el varón en cuestión es recio, pero hay que cuidarlo. Sabe decir al oído lo que a ellas les gusta escuchar, pero también puede retarlas o maltratarlas un poco, y al fin y al cabo les gusta. Sabe explicarles que son más ricas gorditas, que en las películas porno no hay modelos esqueléticas. Es la argentinidad al palo. Ellas volvieron a emprender la aventura de una salida en grupos de amigas, como cuando eran adolescentes. Llegaron desde San Justo, Hurlingham, Berazategui, González Catán, se organizaron varios días antes para venir y conseguir las plateas de 60 y 50 pesos. Aunque siempre hay alguna colada. Como la ganadora del disputadísimo premio de la ruleta (Sandro mismo) que resultó ser de Florida. Pero no de Florida, provincia de Buenos Aires: Florida, Estados Unidos. A la rubia exiliada se le ocurre pronunciar “Connecticut” en perfecto inglés, y automáticamente gana el abucheo generalizado: “¡Es una cheta, sorteen de nuevo!”, “¡Las minas de Sandro somos argentinas!”, gritan las nenas “verdaderas”.
El debut de la semana pasada en el teatro El Círculo de Rosario fue problemático. En su primera presentación Sandro cortó el espectáculo donde termina estrictamente La profecía, y dejó afuera lo más jugoso. Pero aún ahora el gitano insiste en la postura de que allí termina lo pautado, y el resto es un bonus track que se da si se puede: “Miren sus relojes. Hicimos una hora cuarenta exacta de show. Yo no miento”, dice al finalizar la primera parte. En rigor, pasó una hora y veinte desde que comenzó el espectáculo, que entre baile y teatro incluyó un total desiete temas cantados por él, más uno a dúo con Rita Cortese.
La historia que se cuenta en La profecía fue escrita por el mismo autor de Soy gitano, Marcos Carnevale, pero esta vez está centrada en los gitanos que se conoce en la Argentina. El texto es levantado con dignidad actoral por Rita Cortese y acompañado por Matías Santoiani, y trae una moraleja respecto de la discriminación que surte efecto contrario (cuando se dice “los gitanos somos honestos” el teatro se ríe). Hay un cuerpo de baile flojito. Una orquesta que quiere ser imponente, al estilo big band, con sesionistas que pocas veces logran entrar a tiempo. Una entrada triunfal de Sandro, en el mismo estilo, con Así habló Zaratustra, de Strauss, y un final al ritmo de Serenata a la luz de la luna, con un cielo estrellado de fondo. Está claro que cualquier crítica debe evitar simplificar la lectura calificando a este cuadro de “bizarro”. Pero si aparecen tres japonesas con kimono presentadas como “el coro butterfly”, sin otra justificación que la demostración de “la hermandad de los pueblos”, se hace complicado. Está claro también que, al fin y al cabo, todo esto es un juego de Roberto Sánchez, a tono con su personaje: el de ese gitanazo exuberante, morocho y argentino, capaz de hacer calentar hasta a tu madre.