ESPECTáCULOS
› POR SER CLASE A, LA MUESTRA DEBE MANTENER LA COMPETENCIA OFICIAL
Los pros y los contras de pertenecer
De las cinco películas en competencia que se llevan exhibidas, sólo la húngara Dealer despertó cierta aceptación. La muestra, sin embargo, canaliza y manifiesta un entusiasmo notable.
Por Martín Pérez
Desde Mar del Plata
Así como en los últimos tiempos parecía que nadie quería venir al Festival de Mar del Plata, este año todo el mundillo del cine local quiere seguir acá. “Nadie se quiere ir”, confirmaba Miguel Pereira, entre divertido y preocupado, caminando por los pasillos del Hotel Hermitage, sede natural de un evento del que durante demasiadas ediciones colgó el cartel de “en reparaciones”. El director artístico del Festival de Cine comentaba que, de los más de cien invitados cuya partida estaba planeada para el domingo, sólo una quinta parte había abandonado un Festival al que más de una vez denominó como el Festival de la Industria. Que vivió un momento de gloria el sábado por la noche, con la presencia del presidente Néstor Kirchner y su comitiva, para asistir a la presentación de Memorias del saqueo, de Fernando “Pino” Solanas. Pero que, más allá del cambio de ánimo que se percibe desde la producción, artísticamente sigue mostrando las limitaciones de siempre, con los directores más amateurs encargándose de aportar el indispensable entusiasmo –casi un tercio de las 150 películas pomposamente anunciadas son de producción local e independiente–, demasiados programadores pero muy pocas películas a descubrir, y el lastre de una competencia oficial que parece condenada desde el primer día a la mediocridad.
Uno de los recurrentes comentarios sobre el Festival marplatense ha sido que su categoría de Clase A lo obliga a presentar una competencia oficial que funciona como última oportunidad para las películas rechazadas en todos los festivales anteriores. Y siempre se dijo que la única forma de mejorarlo era, paradójicamente, perder dicha lujosa categoría. Una arriesgada idea que tal vez haya sido archivada luego de la frase pronunciada por el Presidente en su discurso del sábado por la noche en el Auditorium: “Por su envergadura y belleza, Mar del Plata merece seguir siendo el único festival categoría Clase A de América”. Por lo pronto, evitar la competencia oficial siempre ha sido uno de los pocos consejos eficaces para quienes concurren a Mar del Plata buscando el mejor cine. Y este año no ha sido distinto. De las cinco películas –de un total de catorce seleccionadas– que se llevan exhibidas, sólo la representante de Hungría despertó cierta aceptación entre la prensa especializada. Con poco menos de tres horas de duración, Dealer –segundo opus de Benedek Fliegauf– acompaña la rutina diaria de un vendedor de toda clase de drogas. Con una imagen tirando al blanco y negro, ante su cámara en lenta deriva desfilan toda clase de personajes exhibiendo sus necesidades. Hipnótica y pretenciosa, la dialéctica de película de Fliegauf logra el agotamiento antes que la epifanía, pero alcanza a sostenerse de comienzo a fin.
No se puede decir lo mismo de Blue Light, la película japonesa presentada ayer en el Auditorium. Obra de un experimentado director teatral llamado Yukio Ninagawa, su segundo opus cinematográfico cuenta una historia adolescente. Su protagonista es un estudiante secundario rebelde, que decidirá enfrentarse con su violento padrastro cuando éste regresa a vivir en su casa. Revelándose hacia su epílogo como un extraño policial de guante blanco, Blue Light es también una película generacional. Aunque en algunos momentos alcanza a encontrar el tono ideal para contar su historia, con el correr de su metraje se irá diluyendo y sentimentalizando cada vez más, pasando del comic a la telenovela.
Además de la británica Touching the void y la argentina Adiós querida luna –presentadas el viernes–, la quinta película en competencia es una representante peruana titulada Paloma de papel, ópera prima de Fabrizio Aguilar, meritorio de dirección en películas como No se lo digas a nadie (1998), de Francisco Lombardi, y Solas (1999), de Benito Zambrano. Su retrato de la vida en un pueblo de montaña durante la época de Sendero Luminoso es cinematográficamente torpe, tristemente maniqueo y vergonzosamente esquemático. Hasta el punto de terminar despertando, a pesar del contundente retrato que hace de la guerrilla, cierta simpatía –no buscada, por supuesto– por esas mujeres senderistas terriblemente violentas pero liberadas, en contraste con las sumisas cholitas que habitan esa postal a defender que es el Perú de Fabrizio Aguilar.
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