ESPECTáCULOS
› ENTREVISTA A ARTURO PEREZ-REVERTE,
QUE HOY PRESENTA EN LA FERIA SU ULTIMA NOVELA
“Me iría de putas con Quevedo, nunca con Góngora”
El caballero del jubón amarillo, que el periodista y escritor español presenta esta tarde, es la quinta novela de la saga del capitán Diego Alatriste. Pérez-Reverte interpreta en este diálogo la adhesión que han despertado sus libros, que recrean el Madrid del siglo XVII.
› Por Silvina Friera
Creció rodeado de mundos azarosos que se desplegaban apenas empezaba a leer las primeras páginas de un libro. En la biblioteca, su familia atesoraba más de cinco ejemplares. “Ahora tengo unos 12.000 o 13.000. De pequeño traduje a Homero, Virgilio, Cicerón y Jenofonte. Estudié el Siglo de Oro a los 12 años por razones de educación. Leo desde los 8. ¡Qué carajo de influencias puedo mencionar! –dice el volcánico Arturo Pérez-Reverte, cuando se le pregunta por los autores que le trazaron un sendero dentro de la literatura–. Lo que más influyó en mí fue que mis padres quisieron que tuviera la cultura mediterránea clásica, que viene de Grecia, de Roma, del Islam, de la Antigüedad medieval y la Europa ilustrada”. Hace dos años, cuando se inauguraba la Feria del Libro de la crisis, el escritor se negó a venir. Le daba vergüenza ajena promocionar una novela en la Argentina mientras la mayoría de la gente no tenía para comer. “Ahora se respira otro clima”, señala el miembro de la Real Academia Española, autor de El caballero del jubón amarillo –que se presentará hoy a las 18.30, en la sala José Hernández del predio de la Rural–, la quinta novela de la serie de aventuras publicadas por Alfaguara, que tiene como protagonista al famoso capitán Diego Alatriste.
“Soy un escritor y vengo a hablar de mis libros –rezonga Pérez-Reverte, que no quiere hablar de política–. Tengo la curiosidad de quien quiere ver un nuevo período en España con la asunción de Rodríguez Zapatero. Pero la larga vida que llevo a cuestas me hace tener pocas esperanzas con unos y con otros.” Esta desconfianza instintiva proviene de su extensa experiencia como corresponsal de guerra. Durante más de 20 años, Pérez-Reverte les mostró a los españoles la muerte al desnudo en Sarajevo, Beirut o en donde estallara un conflicto bélico. “Tengo la certeza de que me voy a morir y no es un chiste. Recordar que eres mortal es definitivo. El problema del mundo actual es que la gente se ha olvidado de que es mortal y así están las cosas. Cuando todo se va al carajo, lo único que queda es la dignidad, la coherencia y el coraje frente a un mundo cada vez más hostil”, subraya el autor de El capitán Alatriste, Limpieza de sangre, El sol de Breda y El oro del Rey, todos pertenecientes a la serie novelística que construyó en torno de Alatriste. En El caballero del jubón amarillo, Iñigo Balboa, el narrador y criado de Alatriste, introduce al lector en el Madrid del siglo XVII, una ciudad cercada por las intrigas palaciegas, pero que irradiaba el brillo de personajes de la talla de Francisco Quevedo, Luis Góngora o Lope de Vega.
–Alatriste es un personaje que ha conquistado adhesiones entre sus lectores, quizá como el Quijote. ¿Qué aspectos del mundo moderno logró plasmar en ese héroe para que resulte tan atractivo?
–Me honra que digas eso, pero hay que ser realista: no está a la altura del Quijote. Es cierto que ha logrado muchas adhesiones. Supongo que gusta tanto porque funciona como un falso personaje del siglo XVII. Yo quería explicar este siglo a través del siglo XVII. El lector mira el mundo con los ojos de Alatriste y encuentra que lo que le está pasando al capitán explica lo que sucede en su mundo. Hay dos tipos de libros históricos, perfectamente honorables. Uno es el libro tipo pastiche, que recrea una época para que la goces, y el otro es el falso libro histórico que lo que intenta es que entiendas tu mundo a través de la historia. Hay aventuras, estocadas, lucidez, reflexión sobre el hecho de ser español, de lo latino, hay cultura y memoria y esa combinación es lo que quizás justifique que Alatriste tenga tanto éxito.
–¿El hecho de que El caballero del jubón amarillo transcurra en una atmósfera cultural en la que convivieron Lope de Vega, Calderón, Quevedo y Góngora genera un interés por añadidura?
–Pero fíjese que eso no lo inventé. Nunca se dio en la historia de la cultura del mundo tanta concentración de talento e ingenio en tan poco espacio. Eran vecinos en cuatro calles Lope, Góngora, Calderón, Cervantes, Quevedo y Ruiz de Alarcón; todos estaban allí y salían a la calle y se encontraban unos con otros. Imaginate lo que era eso. Si esto se hubiera dado en Inglaterra o en Francia, pues ahora ese barrio estaría lleno de museos, bibliotecas, monumentos, plazas o placas. Pero como fue en España no queda huella de nadie.
–¿Encuentra un enfrentamiento similar o equivalente en la actualidad al que se dio entre el conceptismo (Quevedo) y el culteranismo (Góngora)?
–No, ésos eran tipos de un inmenso talento, ahora todos los que escribimos somos mediocres. Ojalá hubiera polémicas con gente de la talla de Quevedo o de Góngora. Pero hay una cosa curiosa que es que cuando uno los estudia bien, no eran tan diferentes, eran complementos. Los dos tenían un origen clásico, traducían el griego y el latín, sólo que uno lo hizo trabajando en el concepto y el otro más en la forma. El español que ahora hablamos le debe tanto al uno como al otro. Ahora las polémicas son estériles, son polémicas de vanidad. De cada enfrentamiento entre esos tipos, salían versos, sonetos y creaciones inmortales que ahí están todavía en los libros.
–¿Por qué se perdió esa tradición de suscitar polémicas y debates intensos?
–Ningún capital es permanente, todo se diluye, se dilapida y se malgasta. Hay un viejo refrán español del siglo XVII que dice algo así como “padre caballero, hijos pordioseros”. Esta es la época de lo gris y de lo mediocre.
–Sin embargo, usted hace que algunos de los personajes, por ejemplo, Iñigo, el narrador de las aventuras, el criado de Alatriste, hable o conteste con sonetos de Quevedo, como si tratara de recuperar la vida de esos versos.
–Sí, quiero demostrar que la poesía no es cosa muerta, no es un texto estético que está ahí para que la gente diga que es bonito y que suena bien. Las poesías de Góngora o Quevedo hablan de la vida, de la realidad, de la carne y de la sangre de nosotros, y es posible que un lector lea un soneto de Quevedo y se reconozca en él.
–¿Su concepción de la literatura confluye e integra estas posturas de Quevedo y Góngora?
–Quevedo me cae mejor como persona. Góngora era un ser antipático, de esos a los que les das la mano y seguro la tenía fría. Mientras que Quevedo era vital, le gustaba el vino, las mujeres, al mismo tiempo tenía una gran cultura y profundidad mística y filosófica. Era estoico y a mí me gusta mucho la filosofía estoica. Yo me emborracharía con Quevedo, me iría de putas con él, pero nunca con Góngora. Sin embargo, eso no me impide reconocer que Góngora manejaba la lengua de una forma bellísima. Aunque tomo partido visceral por Quevedo, siempre reconozco que ambos fueron imprescindibles.
–¿Qué es para usted la literatura?
–Mi ideal de literatura es muy borgeano: el mundo es una inmensa biblioteca y para entenderlo hace falta otra biblioteca. El lector es la conexión entre el mundo y la biblioteca. Cuanto más libros tenemos, cuanto mejor los conocemos y cuanto mejor los combinamos, Christie con Dostoievski, Soriano con Proust, Cortázar con Corín Tellado... ¡eso es la literatura y no lo que dicen los gilipollas! La literatura es esa mágica combinación que se da en la cabeza del lector, que le permite interpretar el mundo y reconocerlo en lo que está leyendo. La literatura consuela, educa, protege y justifica, te permite asumir la vida, la muerte y el paso del tiempo como es. Para mí la literatura es aquello que te ayuda a que la vida tenga sentido. Si doña Maruja (doña Rosa) en su casa lee a CorínTellado o ve la telenovela, que no es más que la tragedia griega llevada a la degeneración social, esa lectura le ayuda a soportar su mundo.
–En su caso, ¿la literatura le permitió evadirse de todo lo que vivió como corresponsal de guerra?
–No, no es escapar; me permitió asumirlo, que no es lo mismo que evadirse. En ningún momento me he evadido de eso, lo llevo conmigo y cualquiera que lea un texto mío se da cuenta de que aparece de una forma u otra. Si no me volví loco en Sarajevo o en Beirut, fue porque tenía libros que ocupaban su lugar exacto en la habitación del hotel.
–¿Qué imagen regresa con frecuencia a su memoria que refleja la humanidad en su peor faceta?
–Cristales rotos. Las guerras son sólo cristales rotos con fotografías de familias. El niño y la mujer, que están muertos en el patio de la casa, llenos de moscas, están en vivo en esas fotografías medio quemadas que pisas cuando caminas por la casa. Son vidas entre cristales rotos. Ya nunca puedes vivir igual cuando has visto eso: ni los niños, ni las madres, ni las fotos, ni los árboles de Navidad son lo que eran antes. No te hace mejor ni peor, te da un enfoque distinto. Sé que un niño de 7 años puede terminar abrazado a la madre, muerto, y sus fotos de navidad pueden ser pisadas por las botas de un periodista que lo único que quiere es llegar a tiempo para transmitir esas imágenes. Vivir con esa certeza es muy jodido, pero también es verdad que hace la vida mucho más simple. Las guerras me vacunaron. El horror me hizo libre y cambió mis prioridades.
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