ESPECTáCULOS
“El teatro porteño se destaca por una búsqueda genuina importante”
Soledad Villamil, una de las Locas de amor de Canal 13, acaba de estrenar una pieza teatral sobre el esnobismo de la clase media.
› Por Cecilia Hopkins
Cuando en 1992 el director Ricardo Bartis le ofreció hacer la Ofelia de Hamlet, de Shakespeare, en el Teatro San Martín, Soledad Villamil nunca imaginó que a partir de allí no dejaría de recibir ofrecimientos de trabajo. Educada en la tradición que considera al teatro el ámbito ideal para el actor, Villamil no tuvo en cuenta que las ofertas también vendrían por el lado del cine y la televisión. En 1993 filmó Un muro de silencio, su primera película, dirigida por Lita Stantic, y luego vendrían, entre otras, La vida según Muriel, de Eduardo Milewicz, El sueño de los héroes, de Sergio Renán, y Un oso rojo, de Adrián Caetano. Pero el dilema lindante con lo moral se le planteó cuando le ofrecieron hacer trece capítulos de Zona de riesgo, junto a Rodolfo Ranni, bajo la dirección de Alberto Ure: “Durante la época de mi primera formación teatral –cuenta en diálogo con Página/12–, la televisión todavía no era un medio bien considerado, de modo que yo tenía muchas resistencias porque pensaba que un actor serio no hace TV”. Sin embargo, luego de transitar la experiencia admitió que “arrancar con un personaje protagónico de tanta responsabilidad en un medio donde no existen demasiados miramientos fue muy importante para mí”.
En ese momento también se dio cuenta de que “en la televisión no solamente se trabaja rápido y sin profundidad”. Así entonces, Villamil aventó los fantasmas y se dejó ver seguido en la TV, entre otras intervenciones, en las exitosas Vulnerables y Culpables. Y ahora todos los martes, a las 23 y por el 13, va Locas de amor, una producción que marca la vuelta de Pol-ka al formato del unitario. La historia (los libros pertenecen a Pablo Lagos y Susana Cardoso, la dirección es de Daniel Barone) describe la salida de un neuropsiquiátrico de tres mujeres (Julieta Díaz, Leticia Brédice y la propia Villamil) “en su camino hacia el alta y la rehabilitación definitiva, a través de su estadía en las llamadas casas de convivencia”.
Según explica la actriz, “las historias se centran en los miedos y dificultades que surgen durante su reinserción social, laboral y vincular”. A pesar de que Eva, su personaje, “tiene una fobia muy importante al agua, delirios místicos y una relación homosexual con una interna”, Villamil advierte que también hay humor. Aclara, además, que “el tono del programa es muy positivo porque apunta al hecho de salir adelante y no a mostrar lo más oscuro de la locura”.
Villamil aprendió en el taller de Bartis que un actor debe estar en condiciones de seleccionar y componer sus materiales de escena, además de llevar adelante sus propios proyectos. Hoy la actriz está muy satisfecha de los resultados obtenidos en su primera experiencia autogestiva, Recuerdos son recuerdos (junto a Rita Cortese y Pompeyo Audivert, luego reemplazado por Alejandro Urdapilleta), espectáculo más tarde reformulado en Glorias porteñas, el cual, según la actriz, superó toda expectativa, con sus largas giras al exterior, la edición de dos compactos y la convocatoria que logró durante su temporada en el Teatro San Martín. Villamil componía allí a la cancionista Clarita Taboada y lo hacía, según afirma, “como una actriz que canta”, ya que los aspectos musicales del espectáculo estaban supeditados a un planteo teatral.
Finalizada esa experiencia, la actriz está nuevamente de estreno: en el Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034) acaba de subir a escena Matar el pensamiento, de Federico Olivera (realizador ligado al cine y la televisión, actualmente, director de Padre Coraje), una obra que, también bajo su conducción, discurre sobre los deseos y frustraciones de una pareja que, jaqueada por las deudas, sobrevive tomando ansiolíticos. Integran el resto del elenco José Minuchín, Rafael Solano, Luis Urgoiti y Alejandro Hener.
–¿Siente que fue encasillada en sus comienzos?
–Los actores suelen quedar identificados con el “color” particular de un personaje durante un tiempo y esto lleva a directores y productores a asociar a un actor con otros personajes parecidos. Me pasó cuando interpretaba a Ofelia, tan sufrida y torturada que, por un par de años, me ofrecieron roles similares. Pero cuando tuve la posibilidad de probar otras variantes caracterológicas, entonces aparecieron otros proyectos.
–¿Cómo se va construyendo la imagen de un actor?
–Uno tiene una imagen que se va armando por acumulación de muchas cosas: personajes, fotos, notas... pero ya se sabe que esto es sólo una parcialidad. Me parece que los actores somos una especie de espejo donde los demás quieren ver reflejado lo que ellos proyectan en uno. Entonces, a veces quedamos pegados a un personaje que, por lo general, corresponde a la imaginación de otro.
–¿Suele arrepentirse luego de aceptar o rechazar un proyecto?
–La decisión de aceptar o no un trabajo en mí está siempre en relación con una coyuntura determinada y son tantos los factores que me hacen tomar una decisión que después es difícil pensar que podría haber hecho otra cosa. Por suerte, los resultados de mis trabajos han sido interesantes y hubo ofrecimientos que llegaron en el momento justo.
–¿Qué prejuicios dejó atrás luego de hacer televisión?
–Principalmente, el fantasma de que no se trabaja con seriedad o rigor. Pude comprobar que en la televisión también existe la posibilidad de ir más allá del resultado inmediato y de esta manera me fue posible concebir a la TV como un lugar más de desarrollo de la actividad actoral.
–¿Cuáles eran sus expectativas cuando comenzó a actuar?
–En un primer momento, el sueño era tener un grupo de teatro, hacer obras desde la creación colectiva y la autogestión, ir a festivales.
–¿Cuál es el sector de la clase media que retrata Matar el pensamiento?
–Yo diría que es su peor parte, la que pretende ascender a toda costa y la que hace o dice en función de un pensamiento snob. Mi personaje tiene una ambición desmedida, una insatisfacción permanente y quiere solucionar sus carencias a través de su marido.
–La obra se desarrolla en un terreno muy cotidiano pero, ¿no cree que hay situaciones que pueden ser interpretadas como simbólicas?
–Es cierto, pero no querría hablar de esto, porque me parece que la decodificación de una obra debe quedar reservada al espectador. Bastará decir que el plano de lo habitual y cotidiano se enrarece en un punto, por obra conjunta de lo que se narra y cómo se actúa ese relato. De manera que lo que sucede es un “corrimiento” de la realidad.
–Matar el pensamiento también habla sobre cómo influye el esnobismo en las personas. ¿Cree que hay esnobismo en el teatro?
–Sí, eso existe en todos lados. Pero me parece que el teatro porteño, que es el que conozco, tiene un componente de búsqueda genuina muy grande. Si tuviese que generalizar, entonces, yo no diría que hay esnobismos teatrales aquí. En Europa, en cambio, sí. Hay un teatro lleno de recursos pero muy vacío. Y si una propuesta pega, después hay otras 40 que son iguales. Esto no pasa acá, porque hay un impulso creativo que no intenta cumplir con la expectativa de lo que “hay que hacer”. Esto es lo que marca la diferencia en los actores argentinos: el estar acostumbrados a proponer, a resolver, a hacerse cargo de la actuación en primera persona.