Sáb 08.05.2004

ESPECTáCULOS  › UNA ENTREVISTA A LAURA RESTREPO, LA GANADORA DEL PREMIO ALFAGUARA

“No puede ser verdad que andemos cuerdos”

La escritora colombiana, que además es secretaria de Turismo de Bogotá, habla de la novela que la consagró y que tiene como telón de fondo los vínculos entre el narcotraficante Pablo Escobar y la alta sociedad de su país. “En Colombia la pulsión de vida es tan fuerte como la de muerte”, dice Restrepo, una mujer de larga militancia política.

Por Angel Berlanga

Delirio, la palabra que da nombre a la novela que Laura Restrepo vino a presentar en Buenos Aires, alude a la “anormalidad” de una protagonista que se chifla cuando “descubre” algunos asuntos de su familia acomodada y, sobre todo, a la “normalidad” con la que en Bogotá, en los años ’80, esa clase social mantenía su status gracias a algunos negocios con Pablo Escobar, un narcotraficante que del manejo a billete de los hilos de las voluntades algo debía saber. “La investigación periodística previa se centró en el mundo de la locura: anduve por instituciones mentales, hablando con gente que me contó cuáles son los mecanismos del delirio”, dice la escritora; a los “delirantes” del contexto ya los conocía, porque ella misma pertenece a una de esas familias acomodadas y, por otra parte, en aquella época era periodista e investigaba sobre los narcos para un semanario.
“La novela es muy inclemente porque hablo de un estrato social que es el mío, y a lo que conoces bien le das duro”, dice Restrepo, que se autorreivindica como trotskista y que, actualmente, es directora de Cultura y Turismo en Bogotá, la ciudad en la que nació en 1950. Militante de base en los ’70, negociadora del presidente Belisario Betancur con la guerrilla M-19 en los ’80 (por amenazas tuvo que exiliarse cinco años), fue a partir de los ’90 que escribió el grueso de su obra ensayística y de ficción. El estilo de Delirio, con el que acaba de conseguir el Premio Alfaguara, remite a los de José Saramago y Gabriel García Márquez, a quienes reconoce como influencias fuertes. “La locura de Agustina consiste en su incapacidad para procesar las mentiras políticas y familiares del engranaje social; los otros pueden decodificar, pero ella no, y entonces se va montando un mundo paralelo –cuenta Restrepo–. La realidad exterior en Colombia siempre ha sido absolutamente delirante: andamos montados como en una montaña rusa. La novela surge de ahí: vivimos con la convicción de que la guerra es algo que está en la calle, y que entras a la casa, cierras la puerta, y piensas que la locura quedó afuera. Pero yo pensaba que si esto pasa década tras década, la vida entera... tiene que habérsenos colado a la casa, a la familia, adentro de cada uno. No puede ser verdad que andemos cuerdos, tenemos que estar todos locos como unas cabras, porque esto no lo resiste nadie. A la película de vaqueros que estamos viviendo los colombianos ya la hemos contado muchas veces: los tiros, las bombas, los muertos. Pero tal vez lo que hace falta es también contar un poco cómo somos por dentro después de estar sometidos a este delirio.”
–Tantos años pegados a esa violencia cotidiana externa dificulta esa mirada interna, dice usted.
–Yo pienso que somos gente muy acorazada. Y seguramente para bien: de pronto no es posible la supervivencia de otra manera. Los colombianos somos frenéticos bailando, es una actividad nacional. En otra de mis novelas un personaje dice: “Como no hay ya nada que hacer, te vas a bailar”. Como actividad simbólica es salirte absolutamente de ti, estás entregado: cero cabeza, puro cuerpo, ritmo, movimiento. Eso y el humor, otro recurso tremendo de los colombianos. En medio de tragedias espantosas ves gente que se está riendo.
–¿Es real esa frase puesta en boca de Pablo Escobar, “Qué pobres son los ricos de este país”?
–Eso es verdad, sí. El era un hombre de extracción absolutamente humilde y de pronto empieza su proceso de criminalidad: un asesino, tal vez como no he visto otro. Y luego busca desesperadamente el reconocimiento de la gente rica, que hacía con él toda clase de negocios, igual que los gringos, claro. Interesadísimos en su plata, pero socialmente le tenían un rechazo... Y se burlaban de él, de que le gustaran las rancheras mexicanas, o de un copete que tenía en el pelo, que siempre le dio mucha lata para acomodárselo. No lo recibían en los clubes, despreciaban a su familia. Cuando él se da cuenta de que tiene tanto dinero que se los ha comprado, que los tiene en la palma de la mano aunque lo desprecien, dice esa frase histórica, lapidaria.
–¿Tiene noticias de cómo les cayó a los narcos la novela?
–De ésta no, pero puedo contar una anécdota de otra, Leopardo al sol, que también trata con narcos. Era una historia real que empecé haciendo como reportera de televisión; en un momento el proyecto se transformó en seriado. Cuando las familias mafiosas involucradas se enteraron, mandaron a decir que volaban la programadora si eso salía y entonces el proyecto se canceló. Y yo les mandé a decir que más allá de lo que opinaran iba a sacar la novela. Como a la semana viene el abogado de ellos, un tipo muy atildado, y me dice: “Mandan decir los señores que escriba lo que le dé la gana, que la televisión no porque la ve todo el mundo, pero que los libros no les importa porque no los lee nadie”.
–¿Nadie va a Bogotá porque quiere? Eso dice un personaje en la novela. Y usted es secretaria de Cultura ahí. Cómo es eso.
–Es una ciudad secreta, fascinante, pero difícil. Siete millones de personas con una situación de inseguridad, ahí sí que es delirante. Es caótica, intensa, la vida fluye a borbotones. Es una ciudad a la que tienes que ir entrando de a poco, y de la mano de alguien, porque no se abre si estás solo: puedes estar dos años perdido, sin entender los códigos. No creo que alguien haga sus maletas y diga: “Uy, quince días libres, me voy a pasarlos a Bogotá...” Y eso que soy directora de Cultura y Turismo. Hay que advertirle a la gente que va a turismo aventura.
–¿Qué se propone desde la función pública?
–Se trata de montar a la gente en el entusiasmo, o más bien de montarse uno en el entusiasmo de la gente. De pronto porque la vida está tan amenazada se da una pasión por vivir, una fascinación con el momento, unas ganas de exprimir cada gota... Y al mismo tiempo la pulsión por la muerte es fuerte: sería un error decir que la guerra no convoca a la pasión de la juventud, que se entusiasma con la guerrilla, los paramilitares, la delincuencia común, gente que anda con el corazón en la garganta a todas horas. Yo pienso que el arte y la cultura dan el mismo nivel de intensidad: cuando uno pone una escuela de baile en una barriada popular, donde la gente no sale después de las seis de la tarde, porque es tan peligroso, encuentra ahí una burbuja de paz donde la guerra no penetra. En un sitio como Colombia antes que política hay que hacer cultura. No por nada la dirigencia contra la postura guerrerista de Bush está encabezada por intelectuales, escritores y artistas.
–A esa postura adhiere el presidente Uribe. ¿Cuán lejana está la posibilidad de la intervención de tropas norteamericanas en Colombia?
–Mediante el paramilitarismo Colombia está llena de tropas norteamericanas. Los paramilitares se están tragando vivo al país. La política de Uribe es una tragedia. Afortunadamente para el mundo se le está pasando el cuarto de hora a todo el equipo de enanos belicosos que componen Bush, Sharon, Aznar, gente que piensa que al terrorismo se lo combate con terrorismo de Estado. Yo pienso que eso es un montaje para desarticular la democracia paso a paso; eso sucede en donde se desata la guerra, pero también internamente, porque en Estados Unidos tienen que censurar violentamente, o atentar contra las libertades individuales. Se está montando un para-Estado, una para-represión, que es lo que prima hoy en el mundo entero. Por eso pienso que la solución para Colombia pasa por un cambio de política internacional.
–De todas formas hay una distancia respecto de la “oficialización” de la intervención.
–Sí, claro. Pero Colombia está llena de mercenarios norteamericanos; la guerrilla mostró en video a tres de ellos, detenidos. Yo pienso que hay una invasión. Por decir esto te matan, pero el ejército colombiano está asesorado absolutamente por el norteamericano, presente ya en dos flancos. Colombia es el escenario de dos de las más grandes hipocresías destructivas de este siglo: por un lado, está toda la maquinaria de la guerra del terror contra la guerrilla, a la que tampoco apruebo, por su desconexión con el contexto popular y hasta político. Y por otro está la gran mentira de la guerra contra la droga, que en realidad dispara su precio y hace fuerte esa ilegalidad. Nosotros estamos montados en el cruce de esas dos mentiras. Y no va a quedar país. Eso es así, literal.
–¿Por qué?
–Están envenenando la selva metro por metro, fumigando con sustancias prohibidas. Acaban con los ríos, matan las cosechas, condenan a la gente al hambre, envenenan los alimentos. Como la tropa está tratando de cercar a la guerrilla en la selva, del Amazonas no va a quedar ni el recuerdo. En Colombia la muerte campea como ama y señora desde hace décadas. Cuando sales al exterior y hablas con la gente te das cuenta de que hay naciones que la humanidad regala: la situación es tan crítica que qué vamos a hacer. Como los afganos o los iraquíes, los colombianos somos parte de eso, ya nos hicieron la cruz. Pero adentro está la gente, con una necesidad de vivir y una cultura muy fuerte. Hay un movimiento pacifista y democrático muy poderoso. Eso explica también que la guerra no sea mayor: hay una resistencia civil apasionante en Colombia.

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