Dom 09.05.2004

ESPECTáCULOS  › ESTRENO EN EL CENTRO EXPERIMENTAL

El teatro del sonido

Anna O., de Marcelo Delgado y Elena Vinelli, es una obra de rara belleza. Se destaca Graciela Oddone, en una puesta notable de Emilio García Wehbi.

› Por Diego Fischerman

Hay una presunción que sostiene a la ópera. La creencia en que la música hace más efectivo el sentido de la palabra estuvo en el origen del género y se mantuvo con fuerza durante los siglos XVIII y XIX. Para un compositor actual, resulta difícil mantener la misma convicción. Que alguien empiece a cantar en el momento de morir, por ejemplo, ha dejado de tener el grado de verosimilitud que podría haber tenido hace doscientos años y aquello que le dio fundamento al género ha quedado relegado, en general, al lugar de una convención inevitable. Marcelo Delgado y Elena Vinelli, compositor y libretista de Anna O., la extraordinaria obra que acaba de estrenarse en el Centro de Experimentación del Colón, van, sin embargo, mucho más allá.
Es posible que esta segunda apuesta escénica del mismo equipo (autores y régisseur), que hace cinco años estrenó Sin voces, no sea una ópera. O que sea lo que la ópera puede ser después de la ópera. Pero lo cierto es que se trata de una experiencia donde el sonido y la acción están pensados, radicalmente, desde un lugar totalmente diferente al de la convención. Donde se les confiere una clase de narratividad que nada tiene que ver con el viejo código y en la que, dentro de una especie de zona de libre tránsito, el paso de la palabra hablada al canto o al sonido de los instrumentos resulta absolutamente fluido. Es más, una zona en la que aparecen acentuados, con absoluta naturalidad, los aspectos sonoros del drama y las cualidades teatrales del sonido. Y una de las pruebas de hasta qué punto se trata aquí de otra cosa es la dificultad para imaginarse la obra en otra sala, con otra puesta o con intérpretes distintos. El trabajo del director teatral Emilio García Wehbi –uno de los fundadores del Periférico de Objetos–, del escenógrafo, el iluminador, la vestuarista y los cantantes, actores e instrumentistas tiene un grado tal de materialidad que resulta indivisible de la obra misma.
En ese sentido, una de las protagonistas es la propia sala del CETC, en la que, esta vez, los túneles y laberintos son puestos en escena como un elemento más de una envolvente magia situada en el espacio donde se juntan algunos tópicos caros al género terrorífico: las ferias de variedades, la psiquiatría, la adolescencia, el hipnotismo y la invasión del cuerpo femenino. Como en Pacto de amor, de David Cronenberg, el instrumental médico (unas vitrinas, algunos frascos) puede convertirse en el más siniestro y amenazante de los objetos. Como en Dormir al sol, de Adolfo Bioy Casares, la curación de la mente puede ser apenas una de las formas de la violación. La obra, basada en el caso de Berta Pappenheim (Anna O.),citado por el doctor Breuer y por Sigmund Freud, es, a la vez, una indagación sobre la identidad y acerca de las posibilidades de contar una historia desde voces múltiples y de cantar una voz desde infinidad de historias. Anna O. no se trata sólo de una paciente histérica. La obra se trata de una sala donde “no queda grieta por donde caer más abajo de lo que ya están”, como dice el ciego acordeonista que guía al público, junto a una atemorizante institutriz, a lo largo de los pasillos, entre escena y escena. Y se trata, también, del sonido entendido como relato en sí mismo.
Una orquesta atípica, compuesta por cuatro clarinetes bajo (uno de ellos, ocasionalmente, reemplazado por clarinete), dos percusionistas, violín y un coro femenino de tres voces, explora texturas que rozan una polifonía extrema (en la que, a la manera de los motetes del Ars Nova, se cantan no sólo textos diferentes sino en diferente idioma) y recorre un arco dinámico que no teme llegar hasta el grito. La composición de Delgado tiene momentos de una belleza sobrecogedora, como el primer pasaje de Anna con el coro, o la letanía de esa especie de canción de cuna final que acompaña el último trayecto del público, ya hacia las escaleras por las que escapará del ensueño –o la pesadilla–. Graciela Oddone, brillante tanto como cantante como en su conmovedora composición actoral de Anna, y Federico Figueroa, como el presentador, perfecto en el grado de ambigüedad que le imprime a su inquietante personaje, brillan en una de las obras más importantes estrenadas últimamente, dentro del campo del teatro musical.

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