Lun 17.05.2004

ESPECTáCULOS  › “LOS ROLDAN” EN EL HOTEL DE LAS TRAVESTIS

El cuento de la Gata Flora

El boom de Florencia de la V. en el ciclo de Telefé desató la polémica entre las chicas. Casi todas la critican, con distintos argumentos. Todas coinciden: “Ahora en la calle nos gritan Laisa”.

› Por Julián Gorodischer

Fernanda no se va a salir con la suya: no hay posibilidad de que ponga Indomables a la hora en que empieza Los Roldán. El hotel Gondolyn, que hospeda a muchísimas “chicas”, se paraliza a las 21.30, el minuto en el que Laisa sale cantando La Gata, la hora en que la tele se ocupa, en horario central y para toda la familia, del romance entre el casado y la travesti. Alguna vez todas las presentes se postularon para un reality o comedia juvenil, escucharon la propuesta indecente y dijeron que no. Se conforman con lo que les toca: la calle. “Florencia de la V. vino un par de veces de visita a Godoy Cruz, pero se fue enseguida –se queja Mirna Di Maio–; al ratito se sube al auto y desaparece.” Cuando las chicas del Gondolyn, en Palermo, miran Los Roldán, se desata la polémica: “Yo no soy tan groncha, mi amor, no me compares –grita Johana, desde el fondo–. Florencia no se interesa por nosotras, yo ni pienso hablar de ella”.
Antes de que las chicas abrieran las puertas del hogar, se intuía la escena del festejo compartido. Alegría por contar con la primera pareja de minorías en la comedia televisiva, haciendo historia. Laisa recupera formas de la seducción ligadas al amor heterosexual: el paso a paso, la miradita, la dilación del momento de concretar, la aparición de “la enamoradiza”. No tiene relaciones ocasionales, no sale a bailar, ni trabaja en la calle. La travesti de la tele es una forma asexuada, más tapada que en otras intervenciones, con poco escote y reservada para un solo hombre, en actualización de un aire romántico-barrial que recicla valores “de antes”: castidad, fidelidad y enamoramiento a primera vista. En el barrio, ella consigue apoyos y adhesiones, fanatismos, y nunca el insulto, la marginación o el estigma social. La reacción de Uriarte, eso sí, es física, insinúa el beso que pronto llegará, carga las tintas sobre el casado infiel, avala la estadística provista por las chicas del Gondolyn: un 90 por ciento de los tipos probaron con travestis.
La comedia familiar diseña un clan a la italiana, en grupo y a los gritos, con revoloteo de chicos y vecinas, pero agrega algunas claves alejadas del manual escolar: crisis del matrimonio monogámico, ingreso de la demografía real al grotesco costumbrista. Pero las chicas se enojan cada vez que Tito Roldán llama Raúl a su hermana travesti. “Eso no sirve –dice Mirna–: la tele debería ayudarnos a hacer militancia, a que se nos valore como chicas. ¿Esto qué aporta? A una no le gusta que todo el tiempo estén jodiendo con el asunto del documento.” Las travestis del Gondolyn acarician el perro gigante que les hace guardia, una cruza de gran danés y ovejero que remolonea, mansito, pero podría pegar el mordiscón. Si ingresara Florencia (a carcajadas), se lo largarían. “Es tranqui, pero si le pedimos que ataque: ¡te devora!” ¡Cuánta bronca! ¿Y no era Los Roldán el triunfo de la travesti, su pico de visibilidad, la llegada de un tema esquivo al horario central y para la familia? ¿Quién diría?
–Ella no es mujer, es animal. Come con la boca abierta, eructa, dice sandeces. Mi papá era muy humilde, pero no tenía un comportamiento vulgar –protesta Wanda Ortiz, recién llegadita de Salta.
–¡Cuántas que vienen de Salta! –se asombra un visitante.
–Yo quiero a una salteña en Los Roldán –reclama Wanda–. Y quiero que Laisa tenga una amiga en la calle. Las travestis no zafamos de eso. ¡Conductora de TV! Que le pongan aunque sea un “gato” cerca, algo de realidad.
–¡Pero por qué, eh, decime por qué –dice Estefanía Brissio– se burla tanto de ella misma! Cuando canta La gata hace las piruetas de un payaso.
Repercusión masiva es sinónimo de nuevas camadas de curiosos que desfilan por Godoy Cruz o, más informados, se acercan al Gondolyn. Pero es sólo una cuestión antropológica. Las chicas, para revertirlo, quieren invitar a Florencia al hotel para que escuche sugerencias. Le explicarían que “una gran travesti tiene que participar, representar a sus compañeras, acercarse al gobierno, proponer un proyecto en Diputados... hacer algo”. Algunas se revelan como posibles guionistas o asesoras. Nicole impondría algunos cambios: “Que en el programa se vea un operativo, que la detengan en la calle, o que vaya a visitar a una amiga a la comisaría, que se integre, que no ande todo el tiempo sola. No tiene que ser una cara bonita”. Sólo así –explican–, el rating masivo traería beneficios para la travesti, y no sería sólo un fresco para la broma pesada.
–Es como pasaba con Sofovich, Francella o TVR –critica Fernanda–. ¡Uh, te bajaste un travesti! Eso no es nuevo; la diferencia es que ahora la que se burla es Florencia.
En la cumbia que le compusieron, Laisa repite el estribillo: “Me dicen la gata, miau, miau, miau”. Podría decir “gato”, pero elige la palabra “gata”. Una vocal cambia el sentido: ella se nombra como sensual y femenina, insinuante pero nunca regalada. Gata: se dice de las mujeres muy seductoras que están fuertísimas. Gato: “piropo” que escuchan las travestis, todos los días. En el cambio de género –dicen las travestis– hay una forma de discriminación. Las chicas reivindican la palabra “gato”, la dicen muchas veces, se la apropian.
–Gato, gato, ¡gato! –de Fernanda, para un final–, que lo digan, es sencillo. Si hacen la bromita, que no lo dejen picando ni nos traten como a taradas. ¿Por qué no con todas las letras? ¿Tanto miedo les da?

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