Mié 09.06.2004

ESPECTáCULOS

Siguen atormentando “Los días felices” de Beckett

La actriz Marilú Marini se luce en esta “nueva” puesta de la clásica pieza del dramaturgo irlandés, que gana aquí en intensidad y espíritu revulsivo.

› Por Hilda Cabrera

En un ámbito desértico, una mujer embutida hasta la cintura en un montículo reseco parece dormitar. Suena un primer timbre y la mujer despierta. ¿Es un llamado a escena o el despertar a un nuevo día? En principio, el espectador ve a una dama de mediana edad, prisionera de un páramo e intentando rearmar con insólito buen humor una cotidianidad perdida. Sobrelleva su incómoda situación inventariando palabras y recuerdos. Escapa así de la violencia de un presente que la consume. Esta célebre pieza del escritor, dramaturgo y poeta irlandés Samuel Beckett, estrenada en Nueva York en 1961 y dos años más tarde en París, es bien conocida en la Argentina. La actriz Marilú Marini, de origen marplatense, la trajo en septiembre del 2003, durante el Festival Internacional de Buenos Aires, representando a Francia, país en el que reside. Si bien el montaje de Arthur Nauzyciel es el mismo de entonces, la adaptación de la actriz (sobre una traducción al castellano de Antonia Rodríguez Gago) le confiere otra dimensión.
En este traslado, la pieza gana intensidad, por abarcadora y revulsiva. Marini ha sabido elegir el vocabulario que mejor atrapa a un público exigente, no necesariamente adicto al teatro, pero sí capaz de entregarse sin aprensiones a la “teatralidad” de una Winnie que aúna ironía y desesperación, en tanto no sabe si se encuentra en el umbral de la muerte o a las puertas del paraíso (la forma en que sostiene su sombrilla en lo alto hace suponer que espera un prodigio que la libere). Lo asombroso es que agradece el despertar y el ínfimo trajín de sus días: comprobar, por ejemplo, que aún conserva su bolso y su cepillo de dientes, una lupa y un revólver, o el sombrero que la protege de ese sol que cae a plomo y le sirve de excusa para aconsejar a Willy, acaso su marido o un fantasma, que se unte con alguna crema protectora. Personificado por Marc Toupence, este Willy es, en tanto soporte imaginario de la mujer, una figura que refuerza el deseo de no transgredir el orden cotidiano. Quebrarlo implicaría aplastar la ilusión de sentirse viva y libre de dolores.
Marini resuelve con delicadeza los pasajes más espinosos de la obra, secundada en algunas breves escenas por el reptante Toupence y apoyada por un equipo técnico creativo. En este montaje, el espectador es testigo de episodios en los que algunos silencios golpean como piedras. Un ejemplo es la escena, reiterada, en la que Winnie mira fijamente hacia delante y aprieta fuertemente los labios dibujando con ellos un rictus de amarga resistencia. Su rostro se transfigura: en algunas secuencias es pura luz y, en otras, máscara del pánico. “¿Habrá un día más para ‘agradecer’?”, se pregunta, aprisionada como está en un territorio desconocido, desposeída de su propio cuerpo. En esa parcela de espacio y tiempo, que alarga como si fuese masa blanda, la mujer construye, entre versos desgajados de textos alguna vez aprendidos, una metafísica cotidiana. Una trama con cabos sueltos que el espectador podrá anudar, si quiere, fantaseando sobre aquello que encierra el grito de Winnie o las heridas y cicatrices que surcan la piel de Willy.
“¿Quieres acariciar mi cara?”, le preguntará anhelante al marido enfermo (o la figura producto de su delirio), que en uno de los tramos finales de la obra se arrastra intentando alcanzar el revólver depositado sobre el macizo reseco, muy cerca de la mujer que, enraizada hasta el cuello y con la angustia royéndole el cuerpo, no puede alcanzar. La composición de Marini es allí perturbadora. También lo es, aunque de otro tono, aquella de ácido humor negro en la que Winnie se ve a sí misma observada por dos toscos personajes a los que Marini recrea utilizando sus manos a la manera de una titiritera. En el incomparable trabajo de la actriz, el cuerpo dañado y el entrecortado monólogo de Winnie conforman un cuaderno de bitácora confesional e incisivo, rebelde y extrañamente fulgurante cuando se aproxima a la última soledad.

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