Vie 11.06.2004

ESPECTáCULOS

Kinji Fukasaku y el cine “yakuza”

La muestra que comienza hoy en la Sala Lugones presenta al maestro de Tarantino y Kitano, entre otros genios del cine de acción.

› Por Horacio Bernades

Uma Thurman toca el timbre; la morocha Vivica Fox abre la puerta y en ese momento la música se distorsiona y se violenta, al mismo tiempo que las imágenes viran a rojo y disparan una serie de flashbacks, sobreimpresiones y congelados, tan breves y contundentes como trompadas. Recién ahí sobreviene el puñetazo que la rubia le lanza a la morocha, y que viene directamente hacia cámara. En esa secuencia, una de las primeras de Kill Bill, es como si a la mente de Quentin Tarantino hubiera concurrido, en masa, todo el cine del japonés Kinji Fukasaku, cuya plasmación estética de la violencia redefinió, a lo largo de los años 60 y 70, todo lo que se venía haciendo en cine. Y lo que se haría de allí en más. Reconocido como uno de los grandes maestros de la violencia cinematográfica, fallecido el año pasado y casi enteramente desconocido en Argentina (donde sólo se estrenó, un par de temporadas atrás y con cero suceso, la muy revulsiva Batalla real), desde hoy y hasta el domingo 20 de junio el espectador local tendrá ocasión de tomar contacto con el cine de Fukasaku, gracias a un ciclo que tendrá lugar en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín.
Organizado por el Complejo Teatral Buenos Aires y la Fundación Cinemateca Argentina, con auspicio y colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón, el ciclo lleva por nombre Batallas sin honor ni humanidad: el cine de la crueldad de Kinji Fukasaku, y constará de ocho películas. Dedicado primordialmente a la máxima especialidad de Fukasaku, el ciclo arranca con su ópera prima (Codicia a la luz del día, de 1961) y se concentra en seis de sus películas de gangsters o yakuzas, como se los llama en Japón. Incluyendo la que está considerada su opus maximum (Batallas sin honor ni humanidad, de 1973) y la fabulosa Cementerio yakuza, de 1976. Con proyecciones en 35 y 16 mm, los diez días de la Lugones se completan con un par de piezas más raras en la obra de este cineasta nacido en 1930: una película de época (Samurai del Shogun, de 1978) y una comedia de cine-dentro-del-cine (El caído, de 1982).
Filmadas siempre para la compañía Toei (una de las majors japonesas), las películas de gangsters de Fukasaku suelen tener dos clases de protagonistas, según el punto de vista se asiente a uno u otro lado de la ley. O bien se trata de un policía díscolo e individualista, peleado con sus superiores y progresivamente desencantado (un Harry el sucio a la nipona, pero menos interesado en imponer la ley y el orden) o si no es un yakuza joven, cuyo trayecto en el mundo del crimen –de la inserción a la decepción– constituye el eje de la película, en ocasiones apoyada sobre un relato en off y generalmente con música de jazz o ryhtm’n’blues. Trátese de una u otra clase de héroe, ambos se enfrentan con órdenes que funcionan de manera semejante: la jerarquía policial, más empeñada en transar con los poderosos que en combatir al crimen, o la compleja y altamente estratificada estructura de la yakuza, en la que no hay para los recién ingresados otro lugar que el que se gana a balazos.
En las películas de Fukasaku, la estructura policial y la delictiva aparecen lisa y llanamente asociadas, participando de reuniones conjuntas en las que, de tan igualados, se hace difícil distinguir quién es quién. Haciendo puente con la obra de sus contemporáneos Nagisa Oshima o Shohei Imamura, la idea que de aquí se desprende sobre la sociedad japonesa de posguerra (la del famoso “milagro”) no es particularmente alentadora. Por si alguien no lo hubiera advertido, las referencias históricas no dejan lugar a dudas. Batallas sin honor ni humanidad se inicia en un campo de refugiados, no bien terminada la guerra, y transcurre casi enteramente en Hiroshima, mientras que el protagonista de Mafioso callejero (1972) nació el 15 de agosto de 1945. El mismo día en que el imperio nipón capituló ante los aliados. En tren de metáforas, al comienzo de Batallas ... miembros del ejército de ocupación estadounidense violan a una chica nativa, mientras que la mamá del protagonista de Mafioso ... –ese que nació el mismo día que el Japón moderno– es prostituta.
Más allá de su historización y politización del género de gangsters –que lo ponen en diálogo con películas como El padrino, Erase una vez en América o Buenos muchachos–, si algo convierte en hito el cine de Fukasaku es su tratamiento de la violencia. En sus películas, ésta irrumpe de modo tan arbitrario, azaroso y brutal como en la realidad, desequilibrando y descompensando la propia puesta en escena. La música se agudiza e intensifica; las imágenes se tuercen. La cámara vibra, se sacude, se tuerce y hasta puede llegar a caerse. El montaje se vuelve tan caótico e interrumpido como si estuviera en manos de los propios contrincantes y las imágenes se congelan, como en las fotonovelas. Todo se vuelve físico, antes de que las cosas se calmen y los que mandan –mafiosos o policías, lo mismo da– vuelvan a celebrar sus ceremonias de aniquilación, como quien juega al go.

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